Hegemonía precaria: la 4T mexicana y lo nacional-popular
Jaime Ortega (*)
Resumen
El cambio de gobierno en México en 2018 ha inaugurado una coyuntura marcada por el horizonte de construcción de una nueva hegemonía. Esta, reemplazaría a la de las gestiones adheridas ortodoxamente al credo neoliberal y se afinca en el liderazgo de Andrés Manuel López Obrador. Bajo la etiqueta de la “Cuarta Transformación” o 4T, se analizan las posibilidades de que dicho proceso ocurra, a partir de nociones como liderazgo, lo nacional-popular y la formación de un nuevo sentido común. Se explora en el texto la lógica histórica de la construcción de esta hegemonía, así como las condiciones de la coyuntura.
Palabras clave: Hegemonía; Nacional-popular; Liderazgo.
Precarious hegemony: the Mexican 4T and the national-popular
Abstract
The change of government in Mexico in 2018 has inaugurated a juncture marked by the horizon of the construction of a new hegemony. This would replace that of the administrations orthodoxly adhering to the neoliberal creed and is based on the leadership of Andrés Manuel López Obrador. Under the label of the "Fourth Transformation" or 4T, the possibilities of such a process occurring are analyzed, based on notions such as leadership, the national-popular and the formation of a new common sense. The text explores the historical logic of the construction of this hegemony, as well as the conditions of the conjuncture.
Key Words: Hegemony; National-popular; Leadership.
Hegemonía precaria: la 4T mexicana y lo nacional-popular
Introducción
América Latina es un espacio gramsciano, sentenció el ya clásico autor argentino José Aricó hace unas décadas. El continente ha producido a importantes teóricos de la política marxista, entendiendo por esta acepción no a quienes hablan de una filosofía de lo político, ni una reflexión sobre el deber ser de la vida social, sino una concepción que aborda la temporalidad de la coyuntura y los momentos de inflexión e intervención de las fuerzas sociales y políticas al calor de momentos de disputa del sentido común.
Así, nombres como René Zavaleta, Juan Carlos Portantiero, Carlos Pereyra o Álvaro García Linera, son apenas una muestra de esta potencialidad que asumió el pensamiento gramsciano en nuestra región, en diálogo con la crítica de la economía política marxista y con la concepción de la práctica teórica althusseriana. Todas estas formas de articulación teórica que no pasan por el comentario al texto clásico –lo que Althusser denominó la lectura religiosa (Althusser, 2001, p.22)–, sino que privilegian la intervención en la coyuntura teórica y política. Coyuntura, por lo demás, atravesada por el abigarrado distanciamiento de la democracia liberal y sus formas despolitizadas de la ciudadanía, producto de la permanente acumulación por desposesión y normalmente encarrilada por los sujetos subalternos por la vía de la conquista de una noción popular de la nación.
No es por lo tanto raro que Gramsci tenga tan buena y amplia recepción en nuestro continente, ni que su obra se ha leída y releída de manera constante, produciendo a partir de ella nuevos insumos teóricos, variantes conceptuales y formas interpretativas globales, especialmente desde la década de 1970. Tampoco que se convierta en un motivo de reflexión práctica, más que en un objeto de disquisición textual. Pero entre las múltiples realidades que componen el continente, todas ellas atravesadas por elementos comunes como son el pasado oligárquico, la de México sobresale por tratarse de aquella en donde la ecuación social (Zavaleta, 1990, p.177) fue más estable y perdurable en el siglo XX. No es casual que Zavaleta, Portantiero o Aricó reflexionaran sobre la dimensión regional latinoamericana, a partir de nociones que el italiano otorgaba, después de su exilio en este país. De tal manera que México y la obra de Gramsci tejen una relación por la vía de la construcción de la hegemonía y no por otras múltiples acepciones posibles en la gramsciología contemporánea (Modonesi y Fuentes, 2021). Esto contrasta con otros caminos, por ejemplo, la de Argentina, enlazada por la vía de los movimientos nacional-populares; u otras, como las andinas, más cercanas en el ámbito de la revolución pasiva y el transformismo.
El siglo XX mexicano –antes del advenimiento del neoliberalismo– estuvo marcado por el desarrollo de una estatalidad tendiente a lograr una significativa autonomía relativa, con sus propios límites (Hamilton, 1983). Y si bien la clase político-burocrática que guió aquel proyecto fracasó ante la ruptura del modelo desarrollista en lo que se ha denominado como “la disputa por la nación” entre soberanistas y aperturistas (Cordera, 1983), lo cierto es que dejó un halo de consideración que privilegia la suerte estatal-institucional sobre otras vías de la vida social; convirtiendo a México en una sociedad tendencialmente más estatalista que otras, aunque muchas veces solo en apariencia. Por otra parte, el Estado mexicano de la época neoliberal, aunque presumía de cierta capacidad de acción frente a ciertas tendencias de la vida social, en realidad procedió a precarizarse en sus principales instrumentos de acción. Sin embargo, en la memoria de quienes buscaban lograr la democracia y alternativas a la vida social dominada por el capital, el Estado era considerado un componente central en la articulación de las fuerzas y poderes mercantiles, casi a la manera de un “sujeto” o un demiurgo.
Frente a un diagnóstico tan generalizado entre los críticos, –especialmente desde 1994 con el advenimiento de la opción autonomista inaugurada por los neo-zapatistas– lo cierto es que el Estado neoliberal fue al mismo tiempo sometido, acorralado, capturado, destruido y reinventado; o lo que Pierre (2022) ha llamado la domesticación del Leviatán. Así, la posibilidad de una nueva hegemonía nacional-popular, se encuentra atravesada por algunos fragmentos de esa estatalidad que aun guarda capacidad de articulación de la vida social frente al mercado, pero que se encuentra lejos de aspirar a ser esta una situación totalizadora como lo fue –aparentemente– en el pasado. Un paso necesario para analizar la posibilidad hegemónica de una fuerza social en clave nacional-popular no puede obviar que la transformación de las condiciones en la dinámica y despliegue del capitalismo. Sin esta consideración es imposible dimensionar las posibilidades reales de construcción de una hegemonía a largo plazo. Por otro lado, es también palpable que, si existen las condiciones para sedimentar una nueva concepción de la vida social, atravesada por lo nacional-popular, registro intenso y perdurable en la vida de México.
Esta situación, paradójica en si misma, nos lleva a considerar que estamos frente a una nueva hegemonía en clave nacional-popular, cuya debilidad se encuentra en la precarización de los instrumentos estatales para contener el vendaval mercantil, pero al tiempo, encuentra su fuerza en la reorganización del sentido común pos-neoliberal, tendiente a marcar frenos a las dinámicas mercantiles. Hegemonía precaria la hemos denominado, pues responde tanto a una vitalidad contingente de un sector de las clases subalternas, animada por su crítica al horizonte oligárquico del neoliberalismo, pero limitada en su capacidad de avanzar en erosionar las relaciones sociales del capital.
Lo nacional-popular y el capital
Louis Althusser (2021) realizó una crítica certera a la manera en que la obra de Antonio Gramsci podría aparecer una escisión radical entre la crítica de la economía política, abocada en su mayoría a hacer la deconstrucción categorial de la forma productiva del capital, con las formas de entendimiento de la hegemonía, tal como el autor italiano ha posibilitado a lo largo del siglo XX. En su perspectiva, Gramsci habría abierto un hiato en el que se podía hablar de la hegemonía burguesa sin referirse de manera específica a la forma de operar del modo de producción y las implicaciones que tiene la existencia del plusvalor. La crítica que Althusser lanzó, aunque válida para prevenirnos de cualquier lectura en clave de un teórico “de las super-estructuras”, también comete excesos. La precaución y sigilo frente a esta posibilidad de ruptura del principio de totalidad atiende más a los herederos gramscianos que al propio autor sardo.
En buena medida la crítica althusseriana quedó anulada –en su parte más débil– por los planteamientos de René Zavaleta Mercado, el intelectual boliviano que a mediados de la década de 1980 planteó en su libro póstumo Lo nacional-popular en Bolivia (2008) la resolución del problema mediante un diálogo entre la tradición marxista de la crítica de la acumulación de capital con la dinámica de construcción de la subjetividad moderna. Lo que Karen Benezra (2021) ha denominado con lucidez el binomio entre acumulación y subjetividad. El teórico boliviano adelantó cuestiones candentes cuando planteó la dimensión de lo nacional-popular respecto al despliegue capitalista y no al margen o más allá de este. Con propiedad, la perspectiva nacional-popular no deviene en un programa o conjunto ideológico “anti capitalista” o “socialista” (si entendemos este una receta a la manera del “programa de transición” de Trotsky); sino que se trata de una respuesta de las clases subalternas que, invadidas por la expansión de la forma valor, echan mano de estrategias diversas para contener a esta o bien para convivir con ella.
La conformación de la nación como un paradigma de protección frente al mercado solo se puede dar cuando existe una presencia de lo plebeyo y lo popular en el Estado, forma dominante de la sociabilidad predominante en la vida moderna (Avalos, 1996) así sea en la forma de una “comunidad ilusoria” siempre pendular, es decir, que va de lo común al monopolio (García Linera, 2020). En este sentido, existe un hiato entre la perspectiva marxista, centralmente europea, sobre la nación y la que se expande a partir de la “periferia del cuerpo capitalista”; pues para la primera corriente la nación es siempre mediación al servicio del capital, en tanto que para los contingentes de “condenados de la tierra” de Asia, África o nuestro continente, la nación ha sido un espacio productivo de disputa del sentido de la política. En estos últimos espacios socio-políticos, la nación juega como un espacio de contención de las formas predatorias que dominan la época del dominio del mercado mundial.
Lo nacional-popular se despliega como la estrategia que concentra a los conjuntos plebeyos y populares en torno a la idea de la soberanía nacional acompañada de soberanía popular. Ambos son registros que no se pueden desvincular sino a condición de osificar un proyecto global en favor de una parte o segmento de clase. Es, en otras palabras, la determinación popular de lo nacional, entendiendo con esto no el desplazamiento de las formas capitalistas, mercantiles o de la forma valor, sino su contención y ordenamiento; mismas que permiten un posicionamiento favorable en el mercado mundial a los conglomerados –ilusorios– nacionales. Que esta sea la forma privilegiada de la lucha política y social en nuestra América no es algo que se decidiera a priori, ni resultado de un plan perverso de burocracias o sectores sociales tendientes a la “traición permanente”, sino una constatación de una realidad desigual dentro del mercado mundial y el efecto que tiene esto dentro de campos específicos de las sociedades.
Lo nacional-popular atiende a la dinámica del valor, no porque la desplace o neutralice, sino porque permite a los grupos populares convivir con ella de una manera más tenue, evitando que la vida social se fragmente en su totalidad y organizando al conjunto institucional con la finalidad de proteger las formas comunitarias, tanto ancestrales o primigenias, como a las artificiales o modernas. Al final, la dinámica de la forma valor tiene una pretensión de universalidad y, como lo demostraron los periodos liberal-oligárquicos, la explotación puede tomar ritmos inusitados y bárbaros cuando no existe un reconocimiento mínimo de la ciudadanía de los grupos subalternos. Lo nacional-popular en nuestra región demuestra que la ciudadanía no llega por el camino liberal del individualismo posesivo, como en su forma europea o americanizada, sino por la presión plebeya que opera como el marco de la acción colectiva democrática. Es por eso que, en nuestro continente, el marxismo más avanzado ha reconocido el indudable valor de lo democrático en la construcción del socialismo, no a la manera de un instrumento, sino como el resultado productivo de los subalternos. Democracia y socialismo son inseparables en el horizonte de futuro porque el conjunto oligárquico así lo dispone.
Es cierto, en esta consideración, que lo nacional-popular es el equivalente de la forma europea del Estado de bienestar, enfrentando los grupos sociales populares, no a burguesías ilustradas e individualistas posesivas, sino a sectores oligárquicos afincados en el dominio de la tierra, el racismo y la alianza, vía el mercado mundial expansivo, con el capital financiero. En nuestra región, lo nacional popular es el equivalente al proceso de democratización de la sociedad pero, al enfrentar al sector oligárquico, plantean de hecho serios desafíos al capital. En nuestra región, sin la perspectiva nacional-popular no hay democracia, ni siquiera en su sentido limitado. Es por tanto que lo nacional-popular actúa tanto al nivel de la crítica de la acumulación, limitándola o tratando de echar para atrás los procesos de subsunción, como en el de la crítica de la hegemonía burguesa, realizando un desplazamiento de sus formas oligárquicas y despóticas.
Lo nacional-popular en México
México y Argentina son los dos países del continente con una mayor proclividad al registro, bajo esta modalidad, de lo nacional-popular. En otras geografías los proyectos, liderazgos y movimientos asociados a esa tendencia se desvanecieron a lo largo del siglo, revitalizándose momentáneamente en espacios como el andino; en otros, la categoría no ha tenido fortuna en enraizarse (como en Chile). En los distintos países de la región existe una abismal diferencia de su procesamiento, tanto conceptual, como en la forma específicamente política. No entraremos aquí a discutir esa diferencia, pero sí a señalar el hilo de continuidad en la interpretación de esta perspectiva.
Como el resto del continente, México conoció un prolongado shock modernizante bajo la égida del dominio oligárquico a principios del siglo XX. Y, como en otros países de la región, la ciudadanía era restringida y el Estado operaba solo como un mediador formal de la circulación de los capitales, que encontraban en economías primario-exportadoras la fuente de obtención de materias primas al por mayor. Todo ello se rompió con la denominada “revolución mexicana” que, en realidad, fue una guerra civil que entre 1910 y 1917 minó las bases de la dominación oligárquica, expulsó del poder a la clase dominante y sentó los cimientos para la construcción de un nuevo Estado, bajo la conducción de una burocracia política que pronto reorganizó al conjunto de la sociedad, no sin contradicciones y dilemas internos, como aquellos en los que mostraban mayores signos de radicalidad a algunos de sus referentes.
El nuevo Estado enfrentó una dificultad mayúscula, tanto para hacerse valer como un ente soberano en medio de un mundo plagado en su horizonte por la crisis, como en la capacidad de la gestión de los conflictos. Desde 1917 hasta 1934 la disputa por la tierra y por derechos sociales para los grupos proletarios se volvió un tema prioritario. Asimismo, la aparición del Partido Comunista Mexicano en 1919 selló la posibilidad de radicalización de las clases populares dentro de un proyecto universalista de construcción de la sociedad. Estas, además, ensayaron numerosos procesos organizativos, tanto de la mano de caudillos radicales afincados en regiones concretas, como de los comunistas en su vínculo con la onda expansiva de la III Internacional. La clase política que gobernó el país en el periodo 1920-1928 comprendió la necesidad de integrar a las masas al Estado, pero no lo logró, pues varios factores lo impidieron entre los que destaca la propia fragmentación de la elite, aunque lo más significativo fue el derrumbe de la economía global y la posterior derechización mundial de esa década. Fue solo hasta 1934 que emergió una nueva posibilidad de retomar el proyecto de reforma social afincado en un profundo apoyo popular.
El cardenismo (1934-1940) es el gran momento de lo nacional-popular en México. Se le reconoce, con justeza, como la “primavera del pueblo”, pues se trató del periodo de mayor participación política de los movimientos populares –en aquel periodo sobre todo obreros y campesinos– y, por supuesto, de mayor irradiación de la izquierda comunista, que se fortaleció en numerosos sectores de la población. Todo ello, además, en un contexto de una profunda crisis mundial, ante la cual México respondió de manera destacable: otorgando asilo a españoles derrotados en la Guerra civil, a los alemanes perseguidos por el fascismo y otros sectores sociales del resto de Europa; manifestando su repudio a las invasiones a Austria y Etiopía y sosteniendo un decido apoyo a la República Española.
Lo que aquí hemos denominado el momento nacional-popular no se da en el proceso de integración de las masas al Estado. Aunque este elemento es importante no puede oscurecer el componente esencial de la coyuntura: el ejercicio de la soberanía. Pero vayamos por partes. Cárdenas se apoyó en la movilización y organizaciones de sectores masivos de la población, con las cuales inició un proceso de reforma social de gran envergadura. Así, se alentó la creación de sindicatos, los cuales enfrentaron a los patrones –nacionales y extranjeros– en una lucha de clases abierta, aunque contenida en cierta legalidad que otorgaba al Estado un carácter bonapartista. Y si bien el Estado se asumió como el mediador del conflicto, en este periodo era clara su inclinación hacia el bando popular, aun cuando en algunas ocasiones los enemigos eran muy fuertes. A los campesinos se les exhortó a radicalizar sus demandas, que muchas veces se limitaban a la sindicalización del trabajo asalariado agrícola, llevándolos a un proceso de recampesinización del país, mediante la entrega de tierras, maquinarias, créditos y semillas, además de los primeros intentos de llevar la irrigación como un elemento clave de la revolución. En términos productivos se dio un empuje importante al cooperativismo, al cual se concibió como la opción más viable para la organización del trabajo colectivo frente a la decadencia del trabajo individualista del capitalismo. Incluso, en la rama ferrocarrilera, se pasó al control obrero, la cual tuvo una vida breve, pero que era inédita en el país.
Todo ello tuvo su contraparte institucional. La idea de Cárdenas no era la de manipular a las masas, sino que estas crearan instrumentos mediante los cuales tuvieran mecanismos de decisión en el seno del Estado. Es por ello que tanto la Confederación de Trabajadores de México como la Confederación Nacional Campesina fueron las dos grandes organizaciones nacidas en esta época, expresamente con la idea de hacer sentir el peso de la mayoría social en las grandes decisiones políticos. Todo aquello se consagró con la fundación en 1938 del Partido de la Revolución Mexicana, un ente que aspiraba a convertirse en el brazo político de las corporaciones, es decir, de las organizaciones de obreros y campesinos con capacidad de decisión como sector social y no a la manera del individualismo liberal. La historia no resultó como se proyectó y pronto todos estos espacios fueron cooptados por burocracias acomodaticias, pero fue un ensayo general para enfrentar la crisis del mundo liberal, individualista y la incapacidad del mercado para generar condiciones aceptables de vida. En aquella época los intentos corporativos surgieron por aquí y por allá, el de México está claramente signado por la perspectiva nacional-popular y por la función del líder, este, además, intentó transitar de su conducción a la de una organización de más amplia capacidad.
Así, 1938 es el gran momento de lo nacional-popular, pues una vez iniciada la reforma social en el mundo del trabajo rural y urbano, echada a andar la reforma agraria y construido formalmente el brazo Partidario -la versión mexicana del Frente Popular, leyeron los comunistas- logró darse el paso hacia el mayor ejercicio de soberanía. Esta fue la expropiación de la industria del petróleo, decisión que generó una tensión con grandes poderes globales, entre ellos un debilitado imperio inglés y un ascendente poder corporativo-empresarial norteamericano. Este momento comprueba la hipótesis de Zavaleta (2008) acerca de que la posibilidad de la soberanía estatal en el mercado mundial (o, en su lenguaje, la disputa por el excedente) tiene una mayor posibilidad de lograrse en momentos de disponibilidad social, es decir, de intensa movilización y articulación social. De hecho, en términos gramscianos, es la voluntad nacional-popular la que crea la posibilidad de disputar el excedente dentro del mercado mundial y no un aparato estatal “fuerte” o robusto per-se.
Pasado el proceso de movilización popular, la situación cambió abruptamente a partir de la década de 1940 cuando el horizonte nacional-popular se desvaneció en pos de un proceso de modernización capitalista, con el añadido favorable para el capital de que un conjunto importante de la sociedad se encontraba capturada en las redes corporativas ancladas a las decisiones del Estado y su forma específica presidencial. Las estructuras de mediación construidas durante la emergencia de lo nacional-popular viraron a su contrario, permitieron la acelerada transformación de la sociedad mexicana, modernizándola en una clave capitalista, es decir, bajo el signo del despojo y la extracción de plusvalor. Los mediadores en la relación entre Estado y las clases populares navegaron entre el ejercicio de la lealtad política a cambio de ciertos derechos (seguridad, salud) y la fuerza (mediante golpeadores y gangsters sindicales), produciendo un escenario favorable de urbanización, industrialización, generación de una nueva clase política y un entorno cuya seña de identidad fue el autoritarismo.
El proceso de modernización capitalista que se desplegó a partir de 1946, con el añadido del control corporativo, dio nacimiento al Partido Revolucionario Institucional, bajo la égida del presidente en turno como el gran mandamás. La sociedad no dejó de movilizarse y cada tanto reaparecían sectores sociales que demandaban reconocer el legado “cardenista”, refiriendo con ello a lo que denominamos la perspectiva nacional-popular. Las décadas de 1940 y 1950 se convirtieron en un invierno social, donde el conjunto de los grupos populares apenas pudieron generar acciones colectivas importantes, la mayor parte de ellas reprimidas o acalladas por la fuerza. A partir de 1958 y hasta 1964 una nueva oleada de manifestaciones obreras, campesinas y de estudiantes técnicos habilitó la renovación del programa de las izquierdas (Ortega y De la Fuente, 2022). No es casual que en 1961 el ex presidente Cárdenas lanzara la propuesta del Movimiento de Liberación Nacional (Servín, 2021), como intento de colocar a la tendencia nacional-popular en diálogo con los tiempos que corrían por el mundo, especialmente con aquellos convocados por la revolución cubana y los procesos de descolonización. Esta perspectiva se frustró rápidamente, aunque el legado democratizador quedó siempre en el bando de las izquierdas, cuestión no reconocida por la historiografía dominante ceñida a la “transición” democrática, que asoció a dicho contingente político a la marginalidad y el mesianismo, en tanto que construyó una narración de la democratización teniendo como eje central a las clases medias, los técnicos y expertos citadinos.
La perspectiva nacional-popular, aunque debilitada, continuó existiendo y enfrentó algunos asomos importantes en 1988, cuando al apellido Cárdenas volvió a la palestra nacional, en esta ocasión asociado al hijo del general. Aunque dicho personaje fracasó en su intento, se volvió a gestar la épica nacional-popular, pero con un reemplazo generacional. La figura de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) emergió en ese contexto como un liderazgo que tendió a ganar popularidad por tres vías, una, la del luchador social intransigente en el primer lustro de la década de 1990, encabezando múltiples manifestaciones que rememoraban las luchas de los mineros de la década de 1950, mediante sus “éxodos”, es decir, largas caminatas de los centros del conflicto hacia el centro del país. La segunda, como la del político negociador con otros partidos y con el presidente en turno, al mando del Partido de la Revolución Democrática durante el segundo lustro, lo que dejó rendimientos políticos a la entonces joven organización partidista, que estuvo amenazada continuamente con ser excluida de la elite política. Finalmente, como un proactivo y preocupado jefe del gobierno de la Ciudad de México, entre 2000 y 2006, demostrando que otra política social podía ser ejercida.
A partir de este último segmento de su vida política se nacionalizó, alcanzando la mirada de quienes habían pasado por alto su presencia. Tal fue la proyección que en 2004 se intentó negarle a participar en la contienda electoral que disputaría la presidencia en 2006. La respuesta ante tal afrenta fue una gran movilización que lo impuso como el candidato popular y, finalmente, una turbia elección que lo dejó en segundo lugar. Entre 2006 y 2018, AMLO construyó su figura como un líder que alternaba la movilización con cierta negociación, procediendo a fundar un partido que parece estar destinado a desaparecer una vez que su liderazgo cambie el formato que ha tenido: el Movimiento de Regeneración Nacional, cuya breve historia ha comenzado a ser contada recientemente (Quintanar, 2017). Esta forma organizativa ha ido adquiriendo distintos rasgos y sesgos, particularmente a partir de asumir el poder del gobierno federal, cuando aumentó su militancia y también se dio un nuevo vínculo entre el partido, el movimiento y el gobierno, tema abierto para investigaciones futuras.
Hacia 2018, la crisis de la sociedad política era tan grande y el fracaso del neoliberalismo tan evidente, que AMLO logró lo que ningún otro partido o personaje habría hecho en los últimos 20 años, que fue lograr más del 50% de votaciones del electorado, sellando con ello un triunfo avasallador. La victoria de AMLO abrió un nuevo camino, en América Latina y en México, pues este había sido en la región un aliado de las políticas neoliberales heredadas del Consenso de Washington. De inmediato, se comenzó a hablar de una nueva hegemonía, tanto por parte de sus críticos que aspiran con esta palabra a denunciarlo como un gobernante autoritario, como de sus seguidores, quienes poco a poco vieron crecer la influencia social de Morena en las localidades del país, ganando las gubernaturas de numerosas provincias, así como un creciente atractivo de esta formación lo que generó la fuga de cuadros y militantes de otras formaciones partidarias.
AMLO construyó una narrativa que se afincó en la noción de que México como nación independiente ha tenido tres grandes procesos de transformación social y política; su gobierno iniciaría (es decir, que no se agotaría en él) una nueva etapa, sería esta la Cuarta Transformación (en adelante 4T). El discurso de la 4T se ha acompañado de una práctica triple: la del presidente-líder que comunica, agita y entrega directrices; la del partido fragmentado y la de reforma del vínculo Estado-sociedad. ¿Qué posibilidad existe de una nueva hegemonía asociada a esta perspectiva? Es lo que buscamos responder a continuación.
Una coyuntura abierta
La hegemonía de la 4T está en proceso de construcción y, como dice Gramsci, no se puede predecir el resultado sino la lucha (1986, Q 11). Propiamente no hay resultado, sino un proceso donde las clases populares avanzan, retroceden y se estancan también. Sin duda estamos en un momento de avance mediado por la figura del líder. En todo caso la conclusión más obvia y compartida es que en la disputa política no hay “fin” cuando de apertura a una novedosa hegemonía se trata (entendido como finalidad o sentido último de la lucha política). Esta posibilidad hegemónica se desdobla a partir de elementos fundamentales que deben ser considerados en el análisis político, sobre todo cuando este se encuentra situado. Partimos desde Gramsci y de lecturas que sobre él se han hecho, pero damos privilegio no a la interpretación teórica, sino a elementos macro que nos permiten hablar de una realidad concreta.
Si bien Gramsci no teorizó sobre el liderazgo político en formas personalizadas, tema que responde más a la preocupación de Max Weber, el italiano sí lo hizo a través de un mecanismo cooperativo denominado intelectual colectivo. Aquí la propuesta es que para pensar los modelos nacional-populares debemos de pensar menos el carisma del líder y más su papel como traductor intelectual de las aspiraciones y deseos de grandes mayorías. En Gramsci el moderno partido político cumplía la función de construir un nuevo sentido común, articulando la acción de las masas, sus deseos y perspectivas en torno a una concepción totalizante de la vida social, dicha posibilidad se encontraba en el modelo de reproducción del capital vigente en el siglo XX. Por su parte, la posibilidad de la hegemonía del movimiento denominado 4T se expresa a través del liderazgo personal de AMLO, figura que concentra y articula, direcciona y nombra al sentido común que se aspira sea el dominante. Existe una noción de hegemonía en su liderazgo, que se fragua a través de conectar el pasado, el presente y el futuro. Eso es a lo que se ha denominado obradorismo, un mecanismo de identificación que ha calado en la sociedad (Hernández, 2023). El obradorismo es la versión contingente de la construcción de la hegemonía en una realidad capitalista propia del siglo XXI, marcada por la precarización de la sociedad y del propio Estado.
La hegemonía que construye la 4T refiere, en gran medida, a la posibilidad de un Estado capaz de garantizar derechos para las grandes mayorías, aunque limitado en su capacidad de ejercer una autonomía relativa frente al mercado mundial, lo que constituye su condición precaria. Para la coyuntura pos-neoliberal que inicia, eso se traduce en la entrega de recursos por medio de programas sociales que garanticen la reproducción de la vida digna, en tanto derecho social, pero a expensas de los vaivenes del mercado mundial. Sin embargo, no es el único tema. En general, lo que nutre esta perspectiva hegemónica es la noción de ampliación de lo público -que se opone a la captura y arrebato privado de las instituciones- y de la soberanía popular -entendida como disputa frente a las elites oligárquicas del neoliberalismo-. Respecto a lo público se construye una idea de separar la política de la economía, devolviendo un resquicio de soberanía popular, como posibilidad latente y a ser conquistada realmente. Frente al gran capital, en condiciones adversas, se apuesta por una recomposición de la soberanía estatal. La condición precaria para establecer esta capacidad de articulación hegemónica se suple por la vía de la mediación del líder. Estos elementos, están mediados por la figura del liderazgo de AMLO quien funge como el posibilitador de la articulación del sentido común. Entre sus críticos han surgido perspectivas que señalan que la soberanía no está erosionada, y que enfatizar su supuesta pérdida y necesidad de reconstrucción no es otra forma sino de obviar elementos fundamentales para resolver problemas del país, como lo es la violencia (Lomnitz, 2022). Sin embargo, esas críticas han pasado por alto el alto grado de mercantilización de la vida y, por tanto, de la vuelta a una noción politizada de la resolución de los conflictos (la “polarización”)
Quiérase como se quiera, en el ambiente público ha vuelto la noción de soberanía como un elemento que moviliza y articula el sentido común. Que esta concepción ambivalente pueda ser pensada en términos de decisión directa sobre recursos evaluados como fundamentales -el litio, por ejemplo-, finiquitar la entrega de recursos a grandes consorcios privados -como el caso del Consejo de Ciencia que financiaba investigaciones de trasnacionales- o captar parte del excedente social que se fugaba en la condonación de impuestos a grandes compañías -como el hacer pagar a Walt Mart adeudos de años anteriores- o el establecer enclaves de producción energética (Gerhenson, 2023) es algo significativo. El Estado asume una dimensión articuladora de la vida social, pero lejos está de ser aquel aparato (aparentemente) todopoderoso que capturaba a la sociedad, como lo fue en el modelo autoritario. Hay un tímido regreso del presidencialismo como una necesidad de articular las capacidades ejecutivas del gobierno; hay también una colocación del ejército como un constructor estatal e institucional y, en general, del Estado como organizador, en segmentos claves, pero no determinantes del todo, pues muchos de ellos escapan a su tímida capacidad de determinación. Lo que los críticos leen como autoritarismo -presidencialismo-, militarización -capacidad ejecutora de una de las pocas instituciones no capturadas totalmente por los privados- y actitud anti privados -lucha contra las elites-, no es más que la rearticulación de las capacidades del Estado a partir de un liderazgo que busca encarnar el proceso nacional-popular. Entonces, la hegemonía es precaria, no sólo por las condiciones de reproducción del capital global que violenta las formas estatales -y en general toda forma común de organizar la vida-, sino también porque en el caso de la 4T depende del liderazgo de AMLO.
La segunda dimensión que se debe considerar en la evaluación de la perspectiva hegemónica es la relación entre el partido, el Estado y el conjunto de las mediaciones o, para decirlo en términos contemporáneos, la relación entre Estado y la sociedad. Este ha sido el punto más desatendido en el análisis político del México actual, salvo las columnas del estudioso del mundo rural Gustavo Gordillo. Los críticos del gobierno de la 4T apuntan a que hay un proyecto de “restauración” de una vieja forma política que organizó el poder en México: la unidad del Estado-partido. Ven, estas voces de los grandes medios de comunicación o entronizados en la burocracia universitaria -especialmente de ese poder económico-político que es la Universidad Nacional-, que el presidente vuelve a fungir como la unidad entre el conjunto del aparato de gobierno y la opción política que representa su partido. Sin embargo, esta ecuación es equivocada de principio a fin, muestra de una evaluación ideologizada y sin considerar nada más que las apariencias. No existen las condiciones para volver al modelo conocido como el “estado autoritario”, donde el presidente en turno era el líder del partido y este la fuente o mediación para organizar a la sociedad de forma autoritaria, por la simple razón que el fordismo periférico que le dio sentido ha perecido. La estatalidad precaria[1] que heredamos del neoliberalismo impide este paso, pues fragmentó los resortes del poder y dispersó las capacidades administrativas y ejecutivas. AMLO busca restaurarlas, pero su ejercicio será siempre temporal, anclado a su liderazgo y con pocas posibilidades de sobrevivir más allá de su mandato. Quizá en algunos cuadros del partido Morena, esta intención de remplazar el orden neoliberal con algo más parecido al modelo “priísta” del fordismo periférico sea algo deseable, per no existen las condiciones materiales para su cristalización.
Por el contrario, esta segunda dimensión de la construcción de hegemonía recorre un sendero distinto. El énfasis colocado por AMLO de “trabajar en el territorio” y no en el escritorio está configurando una arena político-social distinta a la previa. Lo que está sucediendo es una transformación de los mediadores en el vínculo entre el Estado y la sociedad civil. AMLO no es un constructor de mediaciones, pero sí un desorganizador de las mediaciones previas, aquellas vinculadas al proceso mercantilizador del neoliberalismo. Ello ha tenido un peso importante en el desplazamiento de organizaciones campesinas y de productores, tendientes a acumular poder e influencia territorial en la sociedad rural. En otro nivel, la ruptura con la elite universitaria de la UNAM y la tensión política con ella, expresa esta búsqueda por romper las mediaciones y el desorganizar el poder concentrado en algunos especialistas de gran prestigio social, que juegan el papel de nuevos oligarcas. En general, ese ha sido el proceder, pero ello no ha devenido en la generación consciente o voluntaria de nuevos mediadores o de instancias mediadoras. Esto no puede permanecer así y, seguramente, si la 4T continúa otro periodo, esto se mostrará más claramente como insuficiente: la hegemonía asentada en el liderazgo de AMLO tendrá que devenir en la estructuración institucional de estos puentes con la sociedad, que necesariamente procederán a negar el carácter popular. AMLO expresa el momento anti oligárquico y plebeyo; pero la suerte de su proyecto depende de la contención que se pueda colocar a partir de formas organizativas más perdurables. De nuevo, se trata de una hegemonía precaria. Pues la hegemonía, es decir, el establecimiento de un nuevo sentido común, requiere de formas específicas, organizativas e institucionales de ser, reproducida cotidianamente. Los mediadores y las mediaciones que vinculan al Estado con el conjunto de los grupos, aquello que Gramsci denominaba las “trincheras de la sociedad civil” surgirán, premeditada o espontáneamente.
No hay hegemonía sin mediadores. AMLO no construye en este campo un horizonte tan productivo como en el de la soberanía. Su paso previo fue el de replantear las condiciones de las relaciones de fuerza en el territorio. Sin embargo, tarde o temprano los mediadores restaurarán su poder, lo importante es bajo qué condiciones lo hacen. En ese sentido, más que construir un nuevo escenario, se está procediendo a modificarlo radicalmente, permitiendo que nuevos actores, sujetos y otra acción colectiva ocupe el papel protagónico.
El tercer aspecto de la hegemonía que construye la 4T está en la capacidad desorganizadora que tiene para las fuerzas contrarias. Más que construir una fuerza homogénea, AMLO ha construido alianzas fugaces y transitorias con numerosos poderes regionales. Ha apuntalado a sectores populares, pero también empresariales cuando ha sido necesario. Ha negociado con religiosos y se ha enfrentado a otros. Marcó distancia con elites universitarias, pero dio espacio a que surgieran nuevas voces dentro del mundo académico y así sucesivamente. Esto es lo que permite entender por qué la brújula de sus opositores aparece desprovista de norte. Si bien el grupo opositor concentra alrededor del 20% del electorado como piso mínimo, no ha logrado explotar este recurso. Las iniciativas que han buscado refundar partidos “del orden neoliberal” está lejos de ser exitosos. Son las mismas caras, los mismos cuadros, los mismos discursos del pasado neoliberal. Aquí es donde AMLO ha sido más efectivo: ha desorganizado a sus adversarios y el sentido común que estos levantan ya no es coetáneo a la coyuntura. Que dicho suceso sea pasajero es claro, pues más tarde que temprano estos encontrarán forma de articularse, pero no se había visto en la historia reciente algo así, lo cual resulta, de nuevo, una novedad. A todo ello debe sumarse la capacidad de traducción del liderazgo a partir de una comunicación constante. AMLO no convoca a las masas a la plaza sino en momentos especiales, ahí dicta directrices generales, marcos éticos, pero es en el ejercicio de su conferencia matutina -las mañaneras-, donde alienta temas, desmoviliza otros y marca la agenda.
Un último elemento a considerar es aquel que se convoca a partir de la concepción de la historia. AMLO sostiene una concepción de la historia como “maestra de vida”. Esto ha colocado un énfasis especial a discusiones de cara al pasado. Aunque quizá sea un elemento más simbólico, se han reconocido deudas históricas, violaciones a derechos humanos, masacres; en tanto que del lado positivo se ha reconocido al comunismo mexicano como una variable histórica de la conquista de la democracia.
Ahora bien, todos estos elementos permiten hablar de elementos “contra-hegemónicos” que están latentes. Por izquierda y por derecha, la 4T está siendo cuestionado. Incluso, antiguas aparentes corrientes enfrentadas, proceden a realizar la misma crítica. ¿Qué elementos juegan en esta formulación de la crítica de la hegemonía? El primero es la presencia que están jugando los militares en la realización de numerosos mega-proyectos, lo que ha sido identificado como un proceso de “militarización”. Si la derecha no se atreve a cuestionar a la institución castrense de frente, sólo llama la atención sobre un supuesto “uso” que estaría dando la 4T. La izquierda, mucho más prosaica, ve esto como el signo de la restauración autoritaria. Como ha explicado Gustavo Gordillo (2021), el ejército juega un papel como recurso del cual echar mano ante la captura o desvanecimiento de la dinámica estatal. Su presencia en las calles, desde tiempo atrás, es una continuidad difícil de desplazar. La creación de la Guardia Nacional para sustituir al ejército de labores de seguridad es el paso que la 4T dio, no como un golpe de timón, sino como una solución futura. El segundo está en la implementación de grandes mega-proyectos. Aquí, ni la 4T, ni ninguna otra opción real de gobierno, pueden dejar de señalar la capacidad de participar de los grandes cambios en la economía mundial.
A modo de conclusión
La coyuntura no presentó la oportunidad de ver una vuelta del populismo en el sentido del líder fuerte que se apoya en las masas. Si bien una mayoría social apoya el proyecto de la 4T, esto no ha devenido ni en su movilización masiva ni en su captura en formas institucionales, es decir, de mediadores. Como proyecto nacional-popular apuntala la protección de sectores subalternos de las veleidades del mercado; pero también despliega una particular relación con el capital, al cual no somete ni destruye, sino que apunta a organizar y contener parcialmente. Lo primero se volvió clave al enfrentar la crisis producto de la pandemia, lo segundo está a la espera de mostrarse en toda su ambigüedad.
La hegemonía de la 4T en su sentido efectivo consiste en la gran desorganización de sus opositores, especialmente de los ligados a los grupos oligárquicos reinantes dentro del neoliberalismo; a la capacidad de romper mediaciones y barreras en la relación entre Estado y sociedad civil y en la reforma parcial del mismo Estado, inaugurando un nuevo régimen político en cuyo centro se desplaza al neoliberalismo, es decir, a la captura institucional por parte de privados. La capacidad hegemónica de la 4T ha dependido más del liderazgo de AMLO que de la formación de un partido. Dicha capacidad se encuentra en hacer convencer a las mayorías que existen grandes temas sociales, en donde lo público debe prevalecer sobre lo privado.
Es una hegemonía en vísperas de ser concretada. En sentido gramsciano, no tenemos un intelectual colectivo, ni tampoco tenemos la formación de una nueva sociedad civil que resista la iniciativa des-organizativa impulsada por AMLO hacia los neoliberales; pero tampoco instrumentos organizacionales de los sectores populares. Si la 4T es algo más que el nombre para identificar a un gobierno y es, por el contrario, un nuevo sentido común, esto se verá en la capacidad de formular mediaciones, instituciones, organizaciones. La posibilidad de reconstruir una estatalidad distinta a la neoliberal está en ciernes, en la medida que logró despejar, brevemente, a los principales intereses oligárquicos que le habían dominado. Sin embargo, no es sólo en el ámbito nacional donde se juega el tipo de Estado que puede ser reconstruido, sino a partir de la propia dinámica del mercado mundial capitalista.
Las interpretaciones varían y es importante señalar, dentro de la tradición marxista y gramsciana las vicisitudes de esta. Por un lado, quienes, como Beatriz Stolowicz han señalado el alcance hegemónico de los “movimientos sociales”, quienes no han hecho un ejercicio de autocrítica frente a la dinámica estatal que impulsa reformas que modifican las relaciones de fuerza. Su veredicto es claro: “Sería criminal desaprovechar el momento y sus posibilidades, como escalón para tantos otros cambios necesarios” (Stolowicz, 2021). De otro lado, para Massimo Modonesi (2021) nos encontramos frente a otro eclipsamiento de la izquierda en manos del nacionalismo-revolucionario, lo cual significa el desplazamiento del horizonte de construcción de la hegemonía en clave socialista y el emplazamiento de una reforma pasiva. Si bien simplifico los posicionamientos, podríamos decir que es de esta manera en que se han bifurcado las interpretaciones. De nuestra parte, como ha quedado claro, pensamos que en el intento de construcción de una nueva hegemonía, se están modificando las relaciones de fuerza, despejando el camino para una construcción pos-neoliberal -que, evidentemente está lejos de algo así como un “anti-capitalismo, sea esto lo que sea-, bañada de un discurso plebeyo y contestatario.
Como toda hegemonía, responde a un encuadre global, dado por el mercado mundial y que, en este caso, está dado por el fin de la “globalización tal como la entendemos”, en un cuestionamiento generalizado del neoliberalismo, pero también con la pervivencia de elementos de esa forma de organizar la vida social. En el entorno interno se mueve en el liderazgo fuerte y la ausencia de cuadros organizativos en Morena que puedan ocupar el espacio que AMLO juega. Amén de ello, un partido que funciona como alianza de grupos variopintos, difícilmente encontrará una capacidad de comandar un nuevo sentido común. La hegemonía de la 4T es profunda en la medida que el liderazgo ha fungido como articulador, pero débil ante la imposibilidad de un intelectual colectivo. Es progresista en tiempos de recambio neoliberal, aunque mantenga políticas ambiguas en la configuración de alianzas. Es perdurable, en la medida que incluso los adversarios deben copiar el estilo y el tono de su entramado conceptual; pero efímera, en la medida que las transformaciones del capitalismo global impiden una osificación en el largo plazo.
Bibliografía
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Recepción: 13/03/2023
Evaluado: 23/05/2023
Versión Final: 15/06/2023
(*)Profesor-investigador en el Área Problemas de América Latina, Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, México. Adherente de la Asociación Gramsci México y facilitador del Grupo de Trabajo “Historia y coyuntura: perspectivas marxistas”. Correo: jortega@correo.xoc.uam.mx https://orcid.org/0000-0002-8582-1216
[1] Esta noción se la debo a Gerardo Ávalos, teórico del Estado y atento lector de Hegel.