Arcón de Clío

 

Escrito por encargo. Fiesta Patria en un pueblo de la Provincia de Santa Fe, 1942

 

 

 

En un cuaderno Mis Apuntes de tapa violeta oscuro, María Sivack escribía su diario a los 20 años, en Villa Trinidad, un pequeño pueblo al norte de la Provincia de Santa Fe. Recuperamos de las notas de ese cuaderno un escrito hecho aparentemente por encargo. El rigor en los tachones, las correcciones y el conteo de palabras dan cuenta de ello, aunque no se consigna más información al respecto.

María nació en 1921 y cursó en Villa Trinidad su escuela primaria hasta 4º grado; a los once años se trasladó a una pensión en Rafaela para terminar sus estudios primarios. En esa Escuela Normal luego se recibiría de maestra. Volvió a su pueblo natal para ejercer en la escuela de su infancia: la escuelita del “Sr. Otero y Doña Anita”, como se la identificaba en el ámbito local, en referencia a su Director y a su esposa. María falleció en 2003. Su hija ha conservado cariñosamente una fuente casi totalmente inédita, que aquí reproducimos en forma fragmentaria, afirmando que “su lectura me devuelve frescos de época”. También señala que ella nos acerca a la “producción de identidad nacional a partir de construir un discurso sobre un pasado común” [1] y, agregaríamos, desde un espacio micro, ajeno a las grandes ciudades que tan frecuentemente acostumbramos estudiar.

A continuación, el texto de María Sivack[2]:

“El pueblo duerme todavía, sumido en la calma de esa madrugada tranquila, despaciosa y tibia del mes de mayo.

Ese conjunto de quinientas casas casi iguales, construidas teniendo en cuenta las necesidades materiales de sus moradores, sin ningún plan arquitectónico definido, se agrupan en unas cuantas manzanas de construcción más o menos compacta, seguidas por otras en las que una o dos casas pequeñas y humildes alternan con grandes baldíos. Más lejos se levanta el rancherío, que poco a poco tiende a desaparecer, reemplazado por las casitas de material, donde el criollo busca un mayor confort, impulsado por su naciente deseo de elevar su nivel de vida.

Flamea la bandera azul y blanca sobre los techos de todas las casas, y sus colores purísimos y claros, sedantes y apacibles se confunden con el cielo, de donde los robara su creador. Hileras de banderines de todas las naciones del globo, suspendidas de una soga, atada a sendos postes, atraviesan de lado a lado las calles principales.

Tal como lo anunciaran los grandes programas de papel azul y blanco que desde días atrás se exhiben en los lugares más frecuentados del pueblo, a la salida del sol, una estruendosa salva de bombas anuncia la llegada del 25 de mayo, que cada año pone en el alma de los argentinos una renovada e inextinguible sensación de plenitud, de voluptuosa posesión de un bien inconmensurable.

Los acordes del Himno Nacional, se materializan y desgranan, para volver a nacer y florecer de nuevo, ejecutados por la Banda del pueblo, que suple con sentimiento y afán la falta de exactitud y de pulimento de su técnica.

Ese grupo de músicos uniformados de azul que ejecuta «La marcha de San Lorenzo», «El canto a la bandera», «La lid con sus fragores», deteniéndose frente a los principales edificios: la Comuna, el Correo, la Comisaría, el Juzgado de paz, el Banco Provincial y las principales casas de comercio, llega finalmente, seguida de la chiquillería ruidosa y regocijada, a la Escuela.

En la Escuela, se respira regocijo y satisfacción en todos los rincones. Palmas, flores y cintas adornan los retratos de los próceres, los pizarrones están engalanados con dibujos e inscripciones alusivas, y en el mástil cuya base han cubierto de flores los niños, en sentido y afectuoso homenaje, la bandera flamea airosamente, entregando su paño a la brisa que la acaricia con suavidad, diríase con orgullo.

Los niños tienen hoy una sonrisa nueva, y un nuevo fulgor, en la mirada, aún sin comprender en toda su magnitud el alcance de la fecha que se celebra, se sienten contagiados por la alegría y la efervescencia de los mayores, y lucen en sus blancos guardapolvos, la escarapela azul y blanca “pájaro pequeñito, del mismo color del cielo, que en el pecho de los niños posó su vuelo”, como dijo el poeta.

Acompañada por el personal directivo y docente de la Escuela, sale la blanca caravana, dirigiéndose en perfecta formación a la plaza.

La plaza se denomina “9 de julio”, en recuerdo de la fecha en que se jurara la Independencia de la Nación. La multitud es harto heterogénea: hombres de todas las razas y todas las nacionalidades, venidos de todos los rincones del mundo, traídos por la necesidad y la ambición a estas tierras, han venido aquí a “hacer la América”. Unos lo han logrado ampliamente, llegaron al país con las manos vacías pero con voluntad férrea, y amparados por leyes difícilmente igualadas en cuanto a permitir libertad de acción y de trabajo, se establecieron en campos y colonias, y poco a poco la tierra que trabajaban, la tierra regada por su sudor de hombres constantes, pasó a su posesión y al valorizarse por distintas mejoras, los convirtió en ricos terratenientes. Hoy poseen cientos o miles de hectáreas, pero ya no siembran ni cosechan, sino que especulan con la venta de vacunos.

Otros se han dedicado, y en medio de sus florecientes establecimientos, recuerdan la época en que, cargando sendas valijas al hombro, recorrían los pueblos y los campos ofreciendo su mercadería.

También están en esta plaza de un pueblito de la llanura santafesina, los otros, los que no triunfaron, los que vinieron aquí cargados de ilusiones, pero a los que faltó quizás capacidad, quizás constancia, o tal vez un poco de suerte.

Predominan los italianos y españoles en esta región argentina, y están en minoría, los suizos, alemanes, rusos. Los ingleses son poquísimos, y en su mayoría estancieros que no llegaron aquí como inmigrantes, en busca de un porvenir mejor, sino (…)

Pero estos extranjeros, que en las veladas familiares hablan a sus hijos argentinos con nostalgia de su terruño, y que describen fielmente escenas y paisajes europeos, y que buscan en los periódicos afanosamente noticias de su país, estos extranjeros no piensan en volver allí. La patria se les aparece hermosa y amada, a la distancia, pero es aquí, aquí en esta tierra argentina, aquí en esta nación de libertades, donde está su hogar, donde han nacido sus hijos, donde han prosperado, donde encontraron campo propicio para dar cabida a su afán de trabajar y obtener premio a su trabajo”.

Es por todo esto que, a las voces puras de los niños argentinos que vivan a sus héroes, se unen las voces fuertes, broncas, de sus padres extranjeros que en un “¡Viva San Martín!” expresan todo su agradecimiento, toda su alegría, toda su felicidad de vivir aquí y de poder celebrar este 25 de mayo como algo propio, como algo que les atañe directamente.

 

 

 



[1] Nora Kleinerman, en Revista Dieciséis. Nº 9, 2008, Rosario: Instituto Superior del Profesorado “Bernardo A. Houssay” y Anexo Granadero Baigorria.

[2] Este fragmento fue reproducido en la revista antes citada. Agradecemos la autorización de Nora Kleinerman para dar a conocer este documento.