Tocqueville, Marx y la revolución de 1848

 

Juan Manuel Nuñez (*)

 

 

Resumen

 

En este trabajo intentaremos realizar una lectura comparativa del análisis que Tocqueville y Marx construyeron sobre el ciclo revulsivo que se abre en febrero de 1848. Ambos autores lo hicieron no con la supuesta objetividad desapasionada del intelectual aséptico, sino con el deseo obvio de comprender, pero también de realizar un balance activo de esta coyuntura que, por distintos motivos, los arrojó hacia las sendas de la derrota y los exilios. Trabajaremos con los Recuerdos de la Revolución de 1848 de Tocqueville y para analizar el recorrido de Marx utilizaremos El XVIII Brumario de Luis Bonaparte. Deslindaremos la mirada comparativa en tres distintos problemas: a— la caracterización de la Revolución de Febrero, b— los dilemas de la nueva Constitución y las jornadas de junio, c— el ascenso de Bonaparte.

 

Palabras clave: Revolución; Socialismo; Tradición; Republicanismo; Liberalismo.

 

Tocqueville, Marx and the revolution of 1848

 

 

Abstract

 

In this work we will try to carry out a comparative reading of the analysis that Tocqueville and Marx built on the revulsive cycle that opens in February 1848. Both authors did so not with the supposed dispassionate objectivity of the aseptic intellectual, but with the obvious desire to understand, but also to carry out an active balance of this situation that, for different reasons, threw them towards the paths of defeat and exile. We will work with Tocqueville's Memories of the 1848 Revolution and to analyze Marx's journey we will use Louis Bonaparte's XVIII Brumaire. We will define the comparative look at three different problems: a— the characterization of the February Revolution, b— the dilemmas of the new Constitution and the June days, c— the rise of Bonaparte.

 

Key Words: Revolution; Socialism; Tradition; Republicanism; Liberalism.

 

 

 

 

 

 

 


Tocqueville, Marx y la revolución de 1848

 

 

 

Introducción

 

Quizás no haya, por espacios formativos, circulación existencial, sensibilidades y horizontes, dos intelectuales decimonónicos más distintos que Tocqueville y Marx. Escritor ya lanzado a la fama desde la publicación de La democracia en América a mediados de la década de 1830, miembro de la Academia Francesa, partícipe de la legislatura orleanista, heredero díscolo de las aristocracias de rancio abolengo, el primero; animador de los debates de un ideario comunista en plena cocción, militante exiliado y expulsado de varios países, jefe de un partido en plenas vías de disolución, el segundo.

Empero, más allá de las distancias notables de sus trayectorias, para ambos la revolución francesa de 1848 abrió una coyuntura repleta de activismo político, reflexiones sobre la coyuntura, puesta en tensión de sus lecturas estratégicas.

En este trabajo intentaremos realizar una lectura comparativa del análisis que ambos construyeron sobre este ciclo revulsivo. Y lo hicieron no con la supuesta objetividad desapasionada del intelectual aséptico, sino con el deseo obvio de comprender, pero también de realizar un balance activo de esta coyuntura que, por distintos motivos, los arrojó hacia las sendas de la derrota y los exilios.

Trabajaremos con los Recuerdos de la Revolución de 1848 de Tocqueville, escritos entre junio de 1850 y marzo de 1851 –y publicados recién en 1893—: los mismos nos acercan en un primer plano a las incertidumbres, acechanzas y peligros que las distintas facciones de la elite política, cultural y económica francesa sufrieron ante la irrupción del ciclo revolucionario. Especie de memorias de una época convulsionada, originariamente no escritas para su publicación, los Recuerdos nos dibujan el fresco de una época; con estas notas, el autor nos indica que “No quiero hacer la historia de la revolución de 1848. Sólo trato de redescubrir la huella de mis actos, de mis ideas y de mis impresiones a lo largo de aquella revolución” (Tocqueville, 1984, p. 130).

Es importante resaltar el momento de redacción de este texto: partícipe directo de los juegos de poder con que el partido del orden intenta encauzar, bajo signos conservadores, la apertura democrática abierta en febrero, Tocqueville es elegido diputado para la Asamblea Constituyente  en abril del ‘48 por la región de Normandía, luego participará de la Comisión que redactará el proyecto de la nueva constitución para, por último, formar parte –como Ministro de Relaciones Extranjeras—, por algunos meses, del gobierno de Luis Bonaparte, entre abril—noviembre de 1849.

El relato trazado en los Recuerdos se va construyendo en dos lugares distintos, desde Sorrento y Versalles, pero signado bajo sombras y acechanzas que sufren los miembros de la Asamblea Legislativa ante el avance del ejecutivo liderado por Bonaparte:

 

Alejado, dice nuestro autor, del teatro de las actividades públicas, y no pudiendo tampoco entregarme a ningún estudio continuado, a causa del precario estado de mi salud, me veo reducido, en medio de mi soledad, a reflexionar, por un instante, acerca de mí mismo, o, más bien, a mirar a mi alrededor los acontecimientos contemporáneos en los que he sido actor o de los que he sido testigo. (…) Estos recuerdos serán una liberación de mi espíritu, y no una obra literaria. Se escribe sólo para así mismo. Este trabajo será un espejo en el que me divertiré mirando a mis contemporáneos y a mí mismo, y no un cuadro que yo destine al público (Tocqueville, 1984, p.61).

 

Para analizar el recorrido de Marx, utilizaremos El XVIII Brumario de Luis Bonaparte. Es conocido el motivo por el cual Marx comienza su redacción: un camarada exiliado en Nueva York – Joseph Weydemeyer— se dispone comenzar una publicación periódica que agregue al disperso exilio comunista alemán en esa ciudad y propone a uno de los jefes de la recientemente disuelta Liga Comunista para que escriba una serie de artículos analíticos sobre la coyuntura del golpe de estado que Bonaparte acababa de realizar en Francia. Marx comienza la redacción de los artículos a fines de diciembre de 1851 y los termina a mediados de marzo de 1852. Finalmente, la publicación periódica –Die Revolution— sale a la luz en mayo de ese año, con un primer número compuesto enteramente de los artículos que Marx había escrito para los primeros siete números de la revista.

Conversaremos con dos textos que recorren una misma coyuntura pero desde motivaciones y registros  por entero distintos: unas memorias de lo vivido en el pasado cercano, un soliloquio en torno de una experiencia gubernamental que deja entrever  las maquinaciones de las elites francesas para conjurar la participación popular desatada en febrero del ‘48, de un lado; un análisis en clave de balance crítico del ciclo revolucionario iniciado en esa misma fecha, para entrever los límites y las potencialidades de las revoluciones del futuro, del otro.

Dividiremos nuestra lectura comparativa en tres divisiones: comenzaremos analizando las formas en que Tocqueville y Marx analizaron a la revolución de Febrero, seguiremos con las miradas que tuvieron sobre las Jornadas de Junio y terminaremos nuestro trabajo acercándonos a los distintos lentes que utilizaron para escudriñar las tensiones entre la Asamblea Legislativa y el presidente votado por el pueblo francés por más del 70 % de los votos en diciembre del ‘48: Luis Bonaparte.

 

Significaciones de la revolución de febrero

 

El ciclo revolucionario de 1848 tiene detrás suyo todo un ciclo largo de revoluciones y restauraciones. El prisma de las derivas de 1789 atraviesa todas las sensibilidades políticas. La rebelión popular de febrero comienza cuando la Monarquía de Luis Felipe Orleans intenta prohibir la realización de banquetes opositores que bregan por la apertura a la participación de un régimen de representación censitaria. Para el 23 y 24 se construyen barricadas, las tradiciones jacobinas imantan nuevamente al pueblo pobre parisino, el rey huye y se termina instaurando la república. El gobierno provisional que surge de estas jornadas –compuesto por una mayoría liberal moderada (el poeta Lamartine es el hombre fuerte del momento) y una minoría democrática radicalizada (Blanc y Albert)—, no expresan por entero el peso de las fuerzas sociales que barrieron con la monarquía.

Intentando encauzar por vías institucionales las demandas populares y obreras que los habían puesto, de modo imprevisto, al mando del país, el gobierno que surge de las jornadas de Febrero decreta medidas largamente anheladas por las izquierdas republicanas y socialistas francesas: proclama el derecho a la reunión y a la libre asociación de los ciudadanos franceses, llama a la realización de elecciones próximas para la realización de una Asamblea Constitucional con el voto de todos los ciudadanos varones y, por último, redacta un decreto garantizando el “derecho al trabajo” para todos los ciudadanos franceses. La realización de ese nuevo derecho se garantizará con la erección de los Talleres Nacionales, instituciones paridas en las barricadas de Febrero que prescriben que el gobierno asumirá la responsabilidad de, mediante ellas, dar trabajo a los obreros en situación de desempleo. Así lo promulga públicamente en las semanas posteriores a la rebelión:

 

El gobierno de la República Francesa se compromete a garantizar la existencia del obrero mediante el trabajo. Se compromete a garantizar el trabajo para todos los ciudadanos. Reconoce que los obreros deben asociarse para disfrutar de los beneficios legítimos de su trabajo (citado en Sewell, 1992, p. 338).

 

Para el Tocqueville de los Recuerdos, los acontecimientos del ‘48 no son otra cosa que la continuación de un ciclo revolucionario de larga duración que aún no ha terminado. En su visión, las sociedades modernas se dirigen hacia la igualdad de las condiciones y esa dinámica es indetenible. Las viejas divisiones sociales estamentales se diluyen ante un movimiento histórico transformador que, en el caso francés, encontró modalidades violentas y peligrosas: los modos tumultuosos y sin límites que adopta el ejercicio de esa condición en su país y las características centralizadoras del estado, configura un verdadero peligro para las libertades públicas, la configuración de un potencial nuevo despotismo. Cómo plantea Goyard—Fabre,

 

 Tocqueville teme la exageración del poder monocromático, tan nefasto cuando la democracia expresa sin ponderación el dogma de la soberanía del pueblo, como cuando se instala el absolutismo monárquico. En efecto, el pueblo es fuente de poder político, pero el ejercicio de la soberanía es una obra del arte que le impone límites (Goyard—Fabre, 2007, p. 35).

 

 Al horizonte igualitario irreversible –signo de los tiempos— lo amenazaban tres peligros latentes hacia las libertades: 1— el ejercicio sin freno del poder de la mayoría; 2— el peso aplastante de la centralización gubernamental, descollante en el caso francés; 3— el individualismo, entendido como vicio egoísta o la concentración en los intereses propios, haciendo olvidar las virtudes y la participación del ciudadano en la esfera pública.

Si bien pensaba que en Francia, por su configuración histórica, el mejor régimen era el de una monarquía constitucional —pues el ejercicio gubernamental de un monarca limitado por las leyes y por un cuerpo legislativo, restringiría los peligros de los nuevos despotismos, erigiendo instituciones que encaucen la condición igualitaria con el ejercicio de la libertad—, va a ubicarse entre los opositores al régimen de Luis Felipe.

El principal error del régimen orleanista consistía en promover a uno de los peligros mencionados arriba: reducir la gestión al pragmatismo de los intereses y la vida pública a la búsqueda de beneficios individuales. Desde Julio de 1830, para Tocqueville, llega la burguesía al poder. Es este contexto de apatía, de debilitamiento de los sentimientos de participación por la concupiscencia generalizada, lo que promueve los abusos del poder ante la desaparición del civismo promovida desde las altas esferas de decisión. El gobierno de Luis Felipe debía ser censurado porque promovía exclusivamente la dimensión del desarrollo privado de los ciudadanos, fomentaba su egoísmo y autosuficiencia.

 Para Tocqueville, por el contrario, “la vida política era un medio de realización humana y el ejercicio de la libertad política le parecía indispensable para combatir los defectos y las ilusiones que la igualdad alienta” (Lamberti, 2007, p.178). Sin vida activa, sin participación ciudadana, la igualdad de las condiciones podía caer en el peor de los despotismos: el de un gobierno monótono, que gestiona sin límites ni contrapesos en el ejercicio del poder, ante el aislamiento autocentrado de los ciudadanos en pos de sus propios beneficios. La mayor debilidad que tenía la Monarquía de Julio era que configuraba un régimen que promovía el individualismo burgués, pero sin impulsar la participación de los ciudadanos.

Pero para nuestro autor, los peligros para las libertades aumentaron ante los grados de polarización social y politización de los sectores populares que se percibían en la atmósfera en los meses previos a la revolución. En sus memorias, nos cuenta que, hacia principios del 48’,

 

El país estaba entonces dividido en dos partes, o, mejor dicho, en dos zonas desiguales: en la de arriba, que era la única que debía contener toda la vida política de la nación, no reinaba más que la languidez, la impotencia, la inmovilidad, el tedio; en la de abajo, la vida política, por el contrario, comenzaba a manifestarse en síntomas febriles e irregulares que el observador atento podía captar fácilmente (Tocqueville, 1984, p. 67).

 

Esta división tajante de la sociedad, entre las clases propietarias y los desheredados no hacían más que confirmar una seguridad: “Tenía la idea de que caminábamos hacia una nueva revolución” (Tocqueville, 1984, p. 67).

Las dimensiones del desgarramiento social, las acechanzas del drama que se avecinaba, las describe en el discurso que realiza ante la Cámara de Diputados, el 29 de enero de 1848, al caracterizar la situación de la clase obrera:

 

¿No ven ustedes que, poco a poco, en su seno se extiende unas opiniones, unas ideas que no aspiran sólo a derribar tales leyes, tal ministerio, incluso tal gobierno, sino la sociedad misma, quebrantándola en las propias bases sobre las cuales descansa hoy? ¿No escuchan ustedes lo que todos los días se dice en su seno? ¿No oyen ustedes que allí se repite sin cesar que todo lo que se encuentra por encima de ellas es incapaz e indigno de gobernarlas, que la división de los bienes hecha hasta ahora en el mundo es injusta, que la propiedad descansa sobre unas bases que no son las bases de la equidad? ¿Y no creen ustedes que, cuando tales opiniones echan raíces, cuando se extienden de una manera casi general, cuando penetran profundamente en las masas, tienen que traer, antes o después –yo no sé cuándo, yo no sé cómo—, pero tienen que traer, antes o después, las revoluciones más terribles? Esa es, señores, mi convicción profunda: creo que estamos durmiéndonos sobre un volcán, estoy profundamente convencido de ello (Tocqueville, 1984, p. 70).

Tocqueville nos cuenta que un tiempo antes de dar este discurso se había reunido con algunos legisladores opositores al régimen de Julio y que estos le habían encargado que formalice por escrito un análisis de la situación; el borrador nunca llega a publicarse, pero le sirve a nuestro autor para alertar a su círculo de alianzas sobre las amenazas latentes, no solo al régimen de Julio, sino a las propias libertades. Premonitorio y filoso, el escrito nos confirma una sensibilidad temerosa, ante la posible insurgencia plebeya, previa a la explosión de comienzos del ‘48:

 

Muy pronto, la lucha política se entablará entre los que poseen y los que no poseen. El gran campo de batalla será la propiedad, y las principales cuestiones de la política girarán en torno a las modificaciones más o menos profundas que habrán de introducirse en el derecho de los propietarios. Entonces, volveremos a ver las grandes agitaciones públicas y los grandes partidos (…) ¿Se cree que es por azar, por el efecto de un capricho pasajero del espíritu humano, por lo que hoy se ven aparecer, en todas partes, esas doctrinas singulares que presentan nombres diversos, pero que tienen por principal característica, común a todas, la negación del derecho de propiedad, que todas tienden, por lo menos, a limitar, a reducir, a debilitar su ejercicio? ¿Quién no reconoce en ello el último síntoma de esta vieja enfermedad democrática de la época, cuya crisis tal vez se aproxima? (Tocqueville, 1984, p.68).

 

Los desórdenes, tumultos y barricadas que acompañan el final de la dinastía Orleans van a consolidar esa sensibilidad conservadora, antipopular y antisocialista precedente. Va a interpretar a esas jornadas a partir de tres rasgos salientes:

 

a—las características populares, obreras, antiburguesas y socialistas de las mismas:

 

Dos cosas me impresionaron, sobre todo, aquel día. La primera fue el carácter, no diré principalmente, sino única y exclusivamente popular del a revolución que acababa de producirse: la omnipotencia que había dado al pueblo propiamente dicho, o sea, a las clases que trabajan con sus manos, sobre todas las demás (…) La revolución de Febrero parecía hecha totalmente al margen de la burguesía y contra ella (Tocqueville, 1984, p.122).

 

Tocqueville se sorprende porque a los propietarios, comerciantes, ante el clima igualitarista imperante se los “empezaba a llamar ociosos en el lenguaje del momento” (Tocqueville, 1984, p. 129). Por supuesto, la caldera amenazante desde la que se enciende los fuegos que hacen peligrar las libertades para nuestro autor tiene nombre:

 

Fueron las teorías socialistas las que encendieron las verdaderas pasiones, exacerbaron las envidias y suscitaron, en fin, la guerra entre las clases. (..) A partir del 25 de febrero, mil extraños sistemas brotaron impetuosamente del espíritu de los innovadores y se difundieron en el desconcertado espíritu de la multitud. (…) Uno pretendía destruir la desigualdad de las fortunas, el otro, la desigualdad de las facultades, y el tercero aspiraba a nivelar la más antigua de las desigualdades, la del hombre y de la mujer (Tocqueville, 1984: 125).

 

Notable señalamiento de la triple amenaza a los privilegios que la explosión igualitaria y emancipatoria venía a encarnar –y que toda política socialista digna de ese nombre debe impulsar: la impugnación del imperio de las propiedades y las riquezas ante el hambre del pueblo, el rechazo a la división entre el trabajo manual e intelectual, y las que estructuran las diferencias entre los sexos.

 

b— En sus memorias la revolución viene a recordar los peligros de la desmesura igualitarista una vez que esta captura el imaginario de los espíritus simples del pueblo. Este espíritu de gesta plebeya se cumple, si bien impugnando las desigualdades del pasado, bajo un imaginario de fraternidad que propicia poca pasión rencorosa (…) por el pueblo bajo, convertido, de pronto, en único dueño del poder”. Nos cuenta que “solo el pueblo llevaba armas, guardaba los lugares públicos, vigilaba, mandaba, castigaba (…) el terror de todas las demás clases fue inmenso(Tocqueville, 1984, p.123).

Parece sorprenderse por la distancia entre los horizontes emancipatorios y rupturistas del pueblo pobre parisino, su condición de multitud armada, y las medidas –y símbolos— tibiamente reformistas que impulsan. Como si las tradiciones jacobinas, plebeyas y republicanas que reivindicaban la libre asociación, el derecho al trabajo y el sufragio universal –entendida como nuevo contrato moral y ciudadano—, prescindieran de los contragolpes que las clases dirigentes despojadas de sus privilegios y la reacción del interior conservador rural podrían llegar a dar:

 

Ha habido revolucionarios más malvados que los de 1848, pero no creo que nunca los haya habido más tontos: no supieron ni servirse del sufragio universal, ni prescindir de él. Si hubieran hecho las elecciones al día siguiente del 24 de febrero, cuando las clases altas estaban aturdidas por el golpe que acababan de recibir, y cuando el pueblo estaba más emocionado que descontento, habrían obtenido tal vez una Asamblea según sus deseos (Tocqueville, 1984, p. 147—148).

 

c— Como veremos en Marx, en Tocqueville aparecen los espectros del pasado: la tradición revolucionaria francesa de la cual casi todos los actores parecen querer encarnar algún papel. Así relata el momento en que, ingresando la masa plebeya a la Cámara de Representantes, Lamartine llama a la formación de un gobierno provisional y la caída de la monarquía:

 

Los hombres de la primera revolución estaban vivos en todos los espíritus, y sus actos y sus palabras, presentes en todas sus memorias. Todo lo que yo vi aquel día mostró la visible impronta de aquellos recuerdos. Siempre me parecía que de lo que se trataba era de representar la Revolución Francesa, más que de continuarla. (…) Intentábamos acalorarnos con las pasiones de nuestros padres, sin llegar a conseguirlo. Imitábamos sus gestos y sus poses, tal como los habíamos visto en el teatro, porque no podíamos imitar su entusiasmo ni sentir su indignación. Era la tradición de los actos violentos, seguida, sin ser bien comprendida, por unos espíritus fríos. Aunque bien veía que el desenlace de la pieza sería terrible, yo jamás pude tomar muy en serio a los actores, y todo me pareció una tragedia indecente, representada por unos histriones de provincias. (Tocqueville, 1984, p. 105— 106).

 

Actores que interpretan una escena equívoca, mascaradas del pasado que ocultan los callejones sin salidas de sus circunstancias, distanciación de la voz del analista –que mira como por encima de la superficie el devenir de ese teatro de sombras: veremos que, en cuanto a gestos, la inscripción dramática del acontecimiento de Tocqueville no es muy distinta a la de Marx.

Y es que para el Moro también la coyuntura del ‘48 significó un fuerte sacudón existencial. En los meses previos se dedicó a redactar el Programa de la Liga de los Comunistas, agrupación que intentaba reunir, bajo concepciones más o menos comunes, a las diversas constelaciones comunistas que pululaban por Europa. El estallido democratizador y popular comienza el 24 Febrero en Francia, pero se extiende sin pausas por toda Europa. Marx pasa de Brusellas a París y desde París a Prusia. Allí publicará “La Nueva Gaceta Renana”, intentando empujar el movimiento de liberalización de la monarquía prusiana hacia horizontes democráticos. El proceso revulsivo alemán se agota rápidamente: Marx y varios de sus camaradas de la Liga de los Comunistas son perseguidos y expulsados de Prusia en la segunda mitad del año 1849, y sobrevendrá el largo exilio londinense, con las reyertas entre los refugiados y la implosión partidaria, las penurias económicas y las visitas a las bibliotecas públicas para regresar a los estudios de largo plazo (Sazbón, 2002, p. 37—38).

 En ese contexto de derrotas personales y colectivas, El XVIII Brumario de Luis Bonaparte Marx, como hemos dicho, intenta realizar un balance crítico del ciclo que comienza en febrero del ‘48 y termina con el golpe de estado de Diciembre del ‘51 de Luis Bonaparte.

En un juego de espejos, el filósofo alemán aquí es taxativo: si el movimiento de la revolución burguesa prototípica (la de 1789) fue ascendente en su ímpetu — “a la dominación de los constitucionales sigue la dominación de los girondinos, y a la dominación de los girondinos, la de los jacobinos” (Marx, 1984, p. 305), el movimiento de la más reciente es declinante, cada vez más reactivo:

 

Cada partido patea al que lo empuja desde atrás y se apoya por delante en el partido que impulsa para atrás (…) En este movimiento de retroceso se encuentra todavía ante de desmontarse la última barricada de febrero y de constituirse el primer órgano de autoridad revolucionaria (Marx, 1984, p.306).

 

La expulsión de los Orleans fue conquistada, para Marx, por los obreros de París, con las armas en la mano. El movimiento, que en sus comienzos “indicaba el contenido general de la moderna revolución” (Marx, 1984, p. 293) fue perdiendo energías por la ausencia de madurez política e independencia del proletariado para poner en marcha su propia revolución. La clase obrera y sus horizontes colectivistas “se hallaba en contradicción con todo lo que por el momento podía ponerse en práctica directamente, con el material disponible, con el grado de desarrollo alcanzado por la masa, en las circunstancias y relaciones dadas” (Marx, 1984, p. 293). La confianza en el nuevo comienzo que impulsaba la institucionalidad republicana, la creencia que el establecimiento de los  Talleres Nacionales representaban un nuevo contrato político y moral que venía a darle carta de ciudadanía plena a los desheredados, los discursos y símbolos que mixturaban fermentos socialistas y republicanos –esas  “borracheras de la fraternidad”, como definía con malicia, representaban signos de ceguera que marcaban las severas limitaciones intrínsecas del movimiento.

Renato Janine Ribeiro plantea que no hay texto de Marx más iluminista que este. Y es que, realizando un balance activo de los límites y de las potencialidades del período más radicalizado de la revolución –el que va de febrero a junio del ‘48—, plantea que la apuesta por lo nuevo –la revolución proletaria— debería ser acompañada por nuevas razones, símbolos y saberes que hagan de soporte a esas apuestas. Su lucha contra las supersticiones del pasado, las pasiones neojacobinas, era correlativa a su combate contra la tradición socialista francesa –anegada en su propia herencia republicana—, que opera como una pesadilla en la memoria de los vivos. Por el contrario, la revolución proletaria –las del futuro, en tanto el ‘48 había abierto una puerta fundadora— debía descentrarse del legado de la tradición.  Para el filósofo brasileño, esta postura racionalista —enlace entre razón y revolución— es completamente original, en tanto agrega dos términos –el de la emancipación y el del saber científico— que en la tradición del pensamiento político precedente habían estado siempre bifurcados:

 

La novedad de Marx estaría en que esa vieja oposición entre la ciencia y la retórica, que a los clásicos servía para que se castigara la demagogia popular (así procede, incluso, Hobbes), en su obra cambiaría de signo, pasando los oradores que engañan a ser los que reponen la dominación de las clases, y la ciencia a ser la que se les opone; y eso porque los dos discursos del dominio y del poder (…) establecen, gracias a Marx, una nueva, intrínseca y rica relación (Janine Ribeiro, 1998: 130).

 

En el primer capítulo de la obra que estamos recorriendo, Marx retoma los análisis que había realizado hacía unos años en La Sagrada Familia sobre la significación de la revolución francesa: en su secuencia más radicalizada, cuando Robespierre y Saint—Just estaban a la cabeza de un proyecto republicano y popular, el romanticismo romano y espartano resucitó a sus héroes como un recurso imaginario para trascender “el contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica” (Marx, 1984, p. 294). Es decir, la ilusión ideológica de los jacobinos de restaurar la virtud romana sólo contribuía, enmascarando lo real del proceso, a la instauración de la sociedad moderna burguesa. Por el contrario, despojadas de los viejos ropajes y de los avatares reactivos de la repetición, “las revoluciones proletarias, como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas” es decir, desechan toda ilusión sobre el pasado que les impida “cobrar conciencia de su propio contenido” (Marx, Carlos: 1984, p. 291): son un comienzo absoluto, fundador. Febrero había solamente entreabierto una puerta para el proletariado, que sufriría de las reacciones conservadoras si no aprendía que “la revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir” (Marx, 1984, p. 290).

Marx intenta romper las coordenadas que las revueltas populares hasta ese entonces se habían prodigado: se precisa una conciencia que rechace a los modelos del pasado. Este esfuerzo solo se entiende a partir de la convicción de que se debe dar al proletariado, al nuevo coro, una nueva forma de organización política –la independencia del partido proletario— y un sistema de convicciones asentado en el saber científico y racional, que portara el sello de la novedad absoluta, radical. En un futuro, a un proletariado maduro para encabezar su propia revolución, ninguna de las ilusiones de la tradición ligadas a las revoluciones del pasado debía perturbarlo. Una nueva música debía acompañar las nuevas gestas del futuro y Marx se proponía como compositor y director de la orquesta.

Los jacobinos históricos son pensados a partir de su asincronía, su descentramiento trágico respecto al devenir histórico. Pero el juego de Marx es doble, pues si hacia el pasado los jacobinos no representaban más que la tragedia de hombres desglosados del tiempo, hacia el presente, o mejor dicho, hacia los efectos que ese pasado jacobino podía tener en el presente de las luchas populares del siglo XIX, el prismático no podía ser más que negativo. Cualquier intento de reactivar en clave actual esos símbolos no representaba más que una farsa.

La idea de Marx, que las revoluciones burguesas sacaban su poesía del pasado para ocultar sus límites y la revolución proletaria, por el contrario, del porvenir, está directamente unida a su intento de despojar al movimiento socialista francés de su sólida herencia. Es el heredero –y no el ancestro—, parece decir Marx, el que decide las bridas del legado y su destino. Ese recuerdo y esa tradición no eran solo un producto libresco; la repetición de los escenarios insurreccionales en la Paris del siglo XIX mantenía viva la experiencia revolucionaria transmitida de generación en generación. Como consigna un historiador de este proceso:

 

 La tradición de Robespierre y Babeuf no había desaparecido nunca de los barrios obreros de París (…) la tradición de los grandes años 1793 y 1794 les proporcionaba a los obreros y a los demócratas un ejemplo sublime (…) no era difícil impulsarlos a la revolución armada, ya que tenían ante sus ojos el recuerdo de 1798, 1792, 1793 (Rosenberg, 1981: 61).

 

Para Marx, las derivas de la revolución del ‘48, no dejaba de alertar sobre los efectos reactivos de la repetición en la historia.

 

Las jornadas de Junio y la Asamblea Constitucional

 

Como dijimos, desde marzo a junio del ‘48 los Talleres Nacionales fueron un recurso esencial para miles de obreros parisinos sin trabajo. La mayor parte de las actividades eran obras públicas de poca utilidad—, pero lo esencial del decreto promulgado era que el trabajo que se le daba a los desempleados no era entendido como una obra de caridad, sino que establecía, como principio, que todo ciudadano tenía el derecho, públicamente sancionado, al trabajo, a la subsistencia. Para los obreros, la revolución de febrero representaba una conquista radical —la de impedir morirse de hambre en la desocupación, en tanto ciudadanos plenamente inscriptos en la comunidad política (Sewell, 1992).

La situación política era por demás ambivalente. El gobierno provisional estaba compuesto por republicanos moderados y algunos demócratas. Estos últimos se pusieron a cargo de la institución que intentó encauzar las demandas obreras: la Comisión de Trabajo que funcionaba en el Palacio de Luxemburgo, verdadero organismo del activismo obrero, en tanto la integraban delegados obreros de todas las seccionales de París. El 17 de marzo se movilizaron 200 mil obreros por las calles de París, en señal de apoyo al Gobierno Provisional que había promulgado el “derecho al trabajo”, pero también con el objetivo de presionarlo para que los Talleres se extendieran a toda Francia. 

Esta ola transformadora era acompañada por la conformación de clubes políticos en los barrios parisinos: desde allí se mezclan lenguajes de impugnación a la burguesía como los ociosos, la nueva aristocracia parasitaria que exprime la sangre del pueblo soberano trabajador, con inscripciones de respeto a la nueva institucionalidad construida como producto de las barricadas que derrocaron a la dinastía Orleans.

En esos días convulsionados nos encontramos a un Tocqueville preocupado por el perfil levantístico y excesivo que está presentando la situación. Se arroja directamente a la acción política, con el objetivo de: 

 

Proteger las antiguas leyes de la sociedad contra los innovadores, con ayuda de la nueva fuerza que el principio republicano podía dar al gobierno; hacer triunfar la evidente voluntad del pueblo francés sobre las pasiones y los deseos de los obreros de París; vencer así la demagogia con la democracia, ése era mi único propósito (Tocqueville, 1984, p. 156).

 

Hacia mediados de marzo el gobierno provisional llama a la realización de elecciones de representantes para la conformación de la Asamblea Nacional Constituyente. Tocqueville se dirige a su región de origen –La Mancha— y es elegido diputado constituyente el 23 de abril.

Las elecciones representaron una durísima derrota para las izquierdas francesas y para la clase obrera en general. Sus resultados confirmaron una premonición de Tocqueville: que la voluntad de los sectores populares parisinos no eran las del entero pueblo Francés. Las elecciones debilitaron al movimiento revulsivo, pues “eran una protesta viviente contra las pretensiones de las jornadas de febrero y había de reducir por el rasero burgués los resultados de la revolución” Marx, 1984, p. 293). Ante la reacción del interior conservador francés y la reagrupación de las fuerzas reactivas bajo los marcos de la institucionalidad republicana, serán grandes las dificultades de los clubes y corporaciones obreras para defender lo conquistado.

En ese contexto de vulnerabilidad –y de comienzo, al decir de Marx, del plano declinante de la revolución— es que se producen las jornadas semi—insurreccionales del 15 de mayo. Las mismas comienzan siendo una marcha de los clubes distritales a favor de la independencia de Polonia, pero rápidamente termina transformándose en una revuelta cuando algunos representantes de los clubes ingresan al recinto donde sesiona la Asamblea Constituyente para que la misma declare el apoyo inmediato a la lucha del pueblo hermano.

Tocqueville nos pinta en sus memorias un fresco en primera persona de esa jornada, dado que él se encontraba en la sala cuando ingresan los clubes; es testigo y partícipe del encuentro cara a cara de dos formas distintas de república –la liberal y la social—:

 

Mientras una parte del pueblo caía en la sala, otra parte, compuesta principalmente por los jefes de los clubes, nos invadía por todas las puertas. Aquéllos llevaban consigo muchos emblemas del Terror y agitaban en el aire una multitud de banderas, algunas de las cuales estaban coronadas por el gorro rojo. (Tocqueville, 1984, p. 166).

 

La plebe –levantística, irracional— no tenía palabras para animar un debate, sino puramente pasiones bajas, exigencias de mandatos imperativos sobre los representantes del pueblo:

 

 Vi entre ellos a hombres borrachos, pero, en su mayoría, solo parecían dominados por una excitación febril producida por el arrebato y los gritos de fuera, por el tufo, por los apretujones y por el malestar de dentro. Hedían a sudor, aunque la naturaleza y el estado de sus ropas no debían hacerles muy molesto el calor, porque muchos estaban casi despechugados. De aquella multitud, se elevaba un ruido confuso, del que salían a veces, frases muy amenazadoras. Vi a gentes que nos mostraban el puño, llamándonos funcionarios suyos (Tocqueville, 1984, p.167).

 

La escena grotesca llega a su apoteosis ante el ingreso de Blanquí a la sala –héroe comunista de intentonas insurreccionales siempre fallidas, designado (admirativamente) por Marx como “el verdadero jefe del partido proletario”  francés (Marx, 1984, p. 293)—:

 

Fue entonces cuando vi aparecer, a su vez, en la tribuna a un hombre a quien no he visto más que aquel día, pero cuyo recuerdo me ha llenado siempre de aversión y de horror. Tenía unas mejillas pálidas y ajadas, unos labios blancos, un aspecto enfermo, avieso e inmundo, una palidez sucia, la apariencia de un cuerpo enmohecido, sin ninguna ropa blanca visible, una vieja levita negra, pegada a unos miembros enjutos y descarnados; parecía haber vivido en una cloaca y se diría que acababa de salir de ella. Me dijeron que era Blanquí (Tocqueville, 1984, p. 168).

 

Nuestro autor compila todas diatribas y prejuicios con que las tradiciones conservadoras y reaccionaria han clasificado al pueblo plebeyo: sus demandas, no más que excesos sin dirección; sus palabras, puro ruido animal, pura necesidad; sus líderes, borrachos, enfermos, feos, demagogos y locos:

 

Siempre he pensado que en las revoluciones, y sobre todo, en las revoluciones democráticas, los locos, no aquéllos a quienes se da ese nombre por metáfora, sino los verdaderos, han desempeñado un papel político muy considerable. Y, por lo menos, lo cierto es que una semilocura no viene mal en esos tiempos, y, muchas veces, incluye contribuye al éxito (Tocqueville, 1984, p.172).

 

La reacción del gobierno provisional ante la derrota de la movilización de mediados de Mayo fue cerrar una de las instituciones que daba carnadura institucional a las demandas obreras: suspende las actividades de la Comisión Luxemburg y procesa a su presidente Louis Blanc.

El próximo objetivo, para que el ciclo revolucionario se despegue completamente de su elemento obrero e igualitarista, claro está, era el cierre de los Talleres Nacionales. Tocqueville nos cuenta que este era un tema de debate continuo en la Asamblea y que si esa medida no se tomaba era por el temor a la reacción popular que podría generar,

 

se comprendía que no se podía vivir conservándolos, y se temía perecer, si se intentaba disolverlos. Todos los días se trataba aquella cuestión candente de los Talleres Nacionales, pero se hacía de un modo superficial y tímido; se tocaba el problema constantemente, sin atreverse a afrontarlo jamás (Tocqueville, 1984, p. 180).

 

El 21 de junio de 1848 el gobierno emite un decreto aboliendo los Talleres Nacionales, cumpliendo los deseos de los sectores más conservadores de la Asamblea Constituyente. Su disolución significaba el definitivo abandono del bloque republicano moderado de la integración de las demandas populares en los marcos institucionales del nuevo orden. Para el pueblo trabajador, el cierre implicaba la violación del contrato político y moral entre el gobierno y los insurrectos de febrero. Le sigue, como reacción defensiva, la sangrienta insurrección parisina y popular desarrollada entre el 22 y 24 de junio. El saldo no podrá ser más desastroso en vidas humanas: más de 1500 insurgentes muertos y otros doce mil detenidos y encarcelados. El Ejército Francés y la Guardia Nacional, pisoteando en los hechos palabras, derechos y garantías conquistados en febrero fueron los perpetradores de crímenes políticos contra el proletariado parisense que, al decir de Marx, fue “pasado a cuchillo”.

Siguieron después redadas, detenciones masivas, exilios. La Asamblea Constituyente va a decretar el estado de sitio para París y el General Cavaignac –encargado de la represión—, va a quedar a cargo del Gobierno provisional con poderes excepcionales. El ejercicio de las libertades públicas cesa en su cuadrante igualitarista y emancipatorio: muchos periódicos radicales y socialistas son censurados, los clubes distritales son forzados a dejar de existir, se restringe la libertad de asociación para los desheredados.

La mirada de Tocqueville revela con crudo realismo lo que se juega en esas jornadas y también las dimensiones históricas del enfrentamiento. Ante las mayorías de las historiografías contemporáneas, que tienden a minimizar el espesor dilemático de esos días, para ubicarlas en un recodo medio escondido del proceso, para Tocqueville representaron un momento fundamental para terminar de enderezar el timón de la república liberal y conservadora, ante los excesos –delirantes, según su entender—, tumultuarios e igualitaristas del universo plebeyo. 

El accionar mancomunado de la Asamblea Constituyente, las clases poseedoras, el interior conservador rural, el gobierno provisional, la Guardia Nacional y el Ejército reagrupados como partido del orden impidió que el proceso, al decir de Furet –cuando, con aires termidorianos,  habla de la secuencia jacobina histórica—, se dérapage; vale decir, se desvíe en una brusca pérdida de dirección :

 

 No fue, ciertamente, una lucha política (en el sentido que hasta entonces habíamos dado a esta palabra), sino un combate de clase, una especie de guerra de esclavos (…) Se había asegurado a aquellas pobres gentes que la fortuna de los ricos era, en cierto modo, el producto de un robo cuyas víctimas eran ellos. Se les había asegurado que la desigualdad de las fortunas era tan contraria a la moral  y a la sociedad como a la naturaleza. Las necesidades y las pasiones contribuyeron a que muchos lo creyesen. (…) Hay que señalar también que esta terrible insurrección no fue la acción de un cierto número de conspiradores, sino el levantamiento de toda una población contra otra (Tocqueville, 1984, p.184).

 

Guerra de clases, guerra en las calles. El autor de La democracia en América reivindica, en sus memorias, el accionar represivo. El General Cavaignac va a ser el encargado de la represión y nuestro autor regresa, en los Recuerdos, a sus tortuosos dilemas –entre principios y necesidades— en los momentos en que las papas quemaban:

 

Yo me levanté contra el párrafo que declaraba el estado de sitio en París, y lo hice por instinto, más que por reflexión. Siento, por naturaleza, tal desprecio y tal horror ante la tiranía militar, que estos sentimientos se alzaron tumultuosamente en mi corazón, cuando oí hablar del estado de sitio, y dominaron incluso los sentimientos que el peligro suscitaba. Con ello cometí un error que, afortunadamente, tuvo pocos imitadores (Tocqueville, 1984, p.195).

 

La reacción militar anti plebeya va a escenificar a las dos Francias que se enfrentaban desde febrero: la de la democracia directa de los clubes y los gremios, contra la representativa de la Asamblea; la Francia urbana, plebeya e insurgente contra la conservadora y rural; el republicanismo liberal y conservador, contra el social y democrático; la igualdad en lo formal del derecho, contra el igualitarismo de hecho, el que colectiviza riquezas, capacidades y disfrutes. Tocqueville nos describe, admirativamente, el odio vengativo, la ira contenida de la reacción rural y jerárquica ante la amenaza del París igualitarista, la pulsión de muerte en busca de dar un escarmiento sin límites a la plebe sediciosa:

 

Los voluntarios de La Mancha no pudieron llegar a París hasta la mañana de ese mismo día. Se habían dado mucha prisa, pero venían de más de ochenta leguas de distancia, a través de comarcas que no tienen vías férreas. Eran unos mil quinientos. Entre ellos, reconocí, con emoción, a propietarios, abogados, médicos, agricultores, amigos y vecinos míos. Casi toda la antigua nobleza de la región había empuñado las armas en aquella ocasión, y formaba parte de la columna (Tocqueville, 1984, p. 211).

 

El autor de Recuerdos nos ha dejado reflexiones indelebles sobre la tensión entre la vida política y la intelectual. Ubicando su destino en el segundo cuadrante, en la escritura y reflexión sobre la configuración del buen orden y de las buenas leyes, siempre diferenció a esa actividad, de la del hombre de acción política: quien debe dialogar con todos, convencer, reagrupar fuerzas, esconder debilidades, rosquear. La autoimagen que pretende resaltar en el libro de memorias que seguimos es la del equívoco del hombre de letras metido, por las propias circunstancias, en las lides de su tiempo: lo que promovió la percepción futura de que, en rigor, él no pertenecía, a ciencia cierta, a ningún bando reconocible en la coyuntura. Empero, y el vigor y énfasis con que habla de las jornadas represivas de Junio no dejan de confirmarlo, Tocqueville era claramente un hombre de partido, del partido del orden.

Para Marx, también las jornadas de junio representaron el cierre del proceso en su fase social e igualitarista, que viene declinando desde hacía varios meses. Así, las elecciones para la Asamblea Constituyente del mes de Abril — “protesta viviente contra las pretensiones” revulsivas de las jornadas de febrero y que iban a “reducir por el rasero burgués los resultados de la revolución” (Marx, 1984, p. 293)—, configuraron la primera expresión de las limitaciones del movimiento real proletario. La derrota de la rebelión del 15 de Mayo, expresó el segundo momento del triunfo de la reacción. Para Marx, el proletariado parisense, sabiendo que la consolidación de la Asamblea Nacional restringía el destino de la revolución hacia su acorralamiento institucional y moderado, intentó “descartar por la fuerza su existencia, disolverla, descomponer de nuevo en sus distintas partes la forma orgánica con que lo amenazaba el espíritu reinante de la nación” (Marx, 1984, p. 293);  no pudo, con el agravante que muchos de sus líderes fueron arrestados —incluído Blanquí—. Para Marx, fueron las inconsistencias de fondo del programa de las corporaciones obreras y populares, sus pretensiones de poder conciliar sus horizontes con los sectores moderados –y mayoritarios— del gobierno provisional, los que terminaron empujando el movimiento hacia la derrota –en las elecciones y luego en las calles.

La insurrección de Junio, tercera escena y desenlace de este drama, donde los bandos enfrentados, las libretos y papeles ya están enteramente delineados, fue “el acontecimiento más gigantesco en la historia de las guerras civiles europeas” (Marx, 1984, 294). El partido del orden estaba compuesto, según Marx, por distintos sectores coaligados para terminar con la intentona igualitarista parisina “estaban la aristocracia financiera, la burguesía industrial, la clase media, los pequeños burgueses, el ejército, el lumpemproletariado organizado como Guardia Movil, los intelectuales, los curas y la población del campo” (Marx, 1984, p. 294); el proletariado parisino, inmaduro para poder triunfar, todavía demasiado atado a las tradiciones jacobinas, estaba completamente aislado: “más de 3000 insurrectos fueron pasados a cuchillo después de la victoria y 15000 deportados sin juicio. Con esta derrota, el proletariado pasa al fondo de la escena revolucionaria” (Marx, 1984, p. 294).

Igualmente, las jornadas de junio prefiguran los marcos del conflicto de clases futuro. Eran un punto de llegada y de comienzo a un tiempo. Confirmando que “república burguesa equivalía a despotismo ilimitado de una clase sobre otra” (Marx, 1984, p. 294), Marx regresa a tópicos que ya había desarrollado extensamente en diversos escritos anteriores: la institucionalidad republicana como un todo –sus grandes principios, sus derechos y garantías y sus proclamas— no representaban más que formas políticas históricas de una dominación específica de clase. Cuando las papas quemaran, como en las jornadas de junio –y como parece indicarlo el texto de Tocqueville, que obviamente desconocía—, esos principios y proclamas se reducirían a los mucho más concretos: “Propiedad, familia, religión y orden” (Marx, 1984, p. 295), verdaderos signos de preservación de la sociedad burguesa.

 

El enfrentamiento entre la Asamblea Legislativa y Luis Bonaparte

 

En los convulsionados meses de la primavera de 1848 Tocqueville integró la comisión parlamentaria encargada de debatir la nueva Constitución francesa. Según el análisis de Jaume, sus intervenciones fueron más escuchadas “de lo que se ha dicho y las opciones que presentó en el debate político son indisociables de su reflexión teórica” (Jaume, 2007, p. 189). Es decir, intenta volcar toda su experiencia en el análisis político comparativo y todo su prestigio de publicista para dotar de estabilidad al nuevo andamiaje institucional. Nuestro autor no ingresa al debate de la comisión desde un grado cero, sino advirtiendo del peligro para las libertades públicas que se mezclen, sin contrapesos, las instancias de representación popular y la tradición centralizadora de la administración estatal en Francia. En el futuro de Francia podrían confluir un doble despotismo: el de la mayoría implantando un régimen plebiscitario y el del estado centralizador, segando cualquier instancia de libertad política verdadera.

Sus contribuciones giraron en torno de dos temas candentes: 1— la composición de la futura Asamblea Legislativa; 2— las características, prerrogativas y límites que tendría el poder Poder Ejecutivo.

En la Comisión, la mayoría era expresiva de los virajes políticos que se estaban desarrollando en Francia desde las elecciones de Abril: la componían liberales moderados, dinásticos reciclados, con solo dos representantes de la Montaña: Consideránt que “merecería que se lo internase en un manicomio(Tocqueville, 1984, p. 213) y Lamennais (neojacobinos que reivindican la indivisibilidad y unanimidad de la soberanía de la nación).

En la discusión sobre la composición de las Cámaras, la posición de Tocqueville es coincidente con el virtuosismo que había hallado en las instituciones norteamericanas: se trata de impulsar el sistema bicameral como un freno al posible impulso igualitarista de la mayoría. En sus Recuerdos así anota las alternativas del debate:

 

¿se deseaba perseverar en el sistema práctico y un poco complicado de los contrapesos, y colocar a la cabeza de la república unos poderes contenidos y moderados, y, por lo tanto, prudentes y reflexivos, o se debía emprender el camino contrario y adoptar la teoría más simple, según la cual se entregan los asuntos públicos a un solo poder, homogéneo en todas sus partes, sin diques, y, por consiguiente, impetuoso en su andadura, e irresistible? (Tocqueville, 1984, p. 219).

 

La existencia de una Cámara de Senadores oficiaría también de “Arbitraje de un tercer poder”, de equilibrista, hacedor de frenos cruzados, entre “un presidente elegido por el pueblo y con las inmensas prerrogativas que en Francia corresponden al jefe de la administración pública” y una Asamblea que expresa la voluntad popular (Tocqueville, 1984, p. 220).

El Presidente, con los amplios poderes discrecionales de decisión que le otorga la tradición administrativa francesa, plebiscitado en la elección popular, podría tener más poder que cualquier rey absoluto del pasado, lo que constituía una amenaza para cualquier orden virtuoso. En ese contexto, el miembro del ejecutivo “rehusará siempre convertirse en un simple agente y permanecer sometido a las voluntades caprichosas y tiránicas de una sola asamblea” (Tocqueville, 1984, p. 220) –sin saberlo cuando se discutía el proyecto constitucional, las advertencias de Tocqueville se transformaron en una cruda realidad cuando Luis Bonaparte sea elegido presidente de la República por más del 75 % de los votos, en las elecciones presidenciales del 10 de diciembre de 1848.

La posición defendida por Tocqueville del parlamento bicameral va a ser derrotada por 12 votos contra 2 votos del total. Posiblemente la tradición política francesa, que entiende la soberanía como única e indivisible –y que denuncia a cualquier intento de su división como una rémora del pasado aristocrático— coadyuvo para que sus sugerencias no sean acompañadas.

Estima que, dado que la República va a tener un próximo presidente elegido por el sufragio universal y ante las tradiciones verticalistas y unanimistas francesas, la tarea principal para construir un buen orden consistía en debilitar lo más posible al poder gobernante, para que las condiciones de ejercicio limitaran cualquier abuso. Años atrás, en La democracia en América, nuestro autor había rechazado la posibilidad de la reelección presidencial en Estados Unidos: “Reelegible…el presidente de los Estados Unidos no es más que un instrumento dócil en las manos de la mayoría. Desea lo que esta desea, odia lo que esta odia…los legisladores querrían que él guiara a la mayoría, pero él la sigue” (citado en Jaume, 2007, p. 200). Además de la amenaza a las libertades de un gobierno títere de la tiranía mayoritaria, Tocqueville, en ese texto, rechaza la reelección presidencial porque en las circunstancias de la campaña electoral el presidente empleará “toda su administración con ese objetivo y sustituye al interés general por un interés individual y se vale de la corrupción” (Jaume, 2007, p. 2001).

Así se entiende por qué, en los contextos del debate constitucional, el autor de Recuerdos milite con entusiasmo las limitaciones de las prerrogativas y la reelección presidencial: se trata de alejar la amenaza del despotismo:

 

Nosotros salíamos de la monarquía, y hasta los hábitos republicanos eran todavía monárquicos. La centralización, por otra parte, bastaba para hacer incomparable nuestra situación. De acuerdo con sus principios, toda la administración del país, tanto en los asuntos menores como en los más importantes, no podía corresponder más que al presidente. (…) En tales condiciones, ¿qué podía ser un presidente elegido por el pueblo, más que un pretendiente a la Corona? (…) era necesario restringir enormemente el círculo de sus prerrogativas, y ni siquiera sé si esto hubiera sido suficiente, porque la esfera del poder ejecutivo, así reducida por la ley, habría conservado su dimensión, tanto en los recuerdos como en las costumbres (Tocqueville, 1984, p. 222).

 

Junto a su antiguo compañero de viaje hacia las tierras norteamericana, Beaumont, van a conseguir la aprobación del artículo 45 en el proyecto de constitución –por 12 votos contra dos—, que va a impedir la reelección presidencial y amplias disposiciones que limiten en lo legal la discrecionalidad del ejecutivo sobre la labor del parlamento soberano (por ejemplo, impide que el presidente impulse la disolución del mismo).

Pero en los Recuerdos, cuando realice un balance de lo actuado en esos debates, le quedará un sabor amargo por las consecuencias potencialmente inestables de haber impulsado la aprobación del controvertido artículo 45:

 

En esta ocasión, los dos caímos en un gran error que mucho me temo que tendrá consecuencias sumamente enojosas. Siempre nos había preocupado mucho el peligro que correrían la libertad y la moralidad pública a causa de un presidente reelegible, que emplearía de antemano, para hacerse reelegir, como no podía menos de suceder, los inmensos medios de coacción y de corrupción de nuestras leyes y nuestras costumbres proporcionan al jefe del poder ejecutivo. No fuimos bastantes flexibles ni bastante ágiles para resolvernos a tiempo y darnos cuenta de que, desde el momento en que se había decidido que serían los propios ciudadanos quienes elegirían directamente al presidente, el mal era irreparable, y que intentar temerariamente entorpecer al pueblo en su elección sería acrecentarlo (Tocqueville, 1984, p. 224—5).

 

La comisión, gracias a la preponderancia liberal y conservadora, logrará también mantener la inmovilidad de los jueces “como en 1830(Tocqueville, 1984, p. 225); pero es el artículo que limita el gobierno presidencial el que organizará los términos de las disputas futuras entre la Asamblea Legislativa y el presidente –y Tocqueville no dejará de reprocharse por esto: “ese voto y la gran influencia que tuve es el recuerdo más desagradable que me ha quedado de ese tiempo” (Tocqueville, 1984, p. 202).

En Junio de 1849, en medio del enfrentamiento del ya presidente Luis Bonaparte con los sectores republicanos por la invasión militar a Roma, el jefe del Ejecutivo redefine su gabinete. Es en ese contexto que Tocqueville asume como Ministro de Relaciones Exteriores, en tanto integrante del nuevo gabinete dirigido por Barrot. Estará en funciones por poco tiempo, hasta octubre de ese año. La composición de este gabinete era homogénea por el origen de sus integrantes y sus objetivos comunes, que se cifraban en el mantenimiento de un orden republicano y conservador, respetuoso de las leyes, ante el doble peligro despótico que enfrentaban –que para Tocqueville tenía un mismo origen—: el de las mayorías levantísticas y el del presidente plebiscitado por ellas:

 

Nuestro objetivo consistía en asentar, si era posible, la república, o, por lo menos, en mantenerla por algún tiempo, gobernándola de una manera regular, moderada, conservadora y totalmente constitucional, por lo que no podríamos ser populares por mucho tiempo, pues todo el mundo quería salir de la constitución. El partido de la Montaña quería más que la constitución, y los partidos monárquicos querían mucho menos (Tocqueville, 1984, p. 235).

 

Los lineamientos del gabinete desfilaban por un sendero estrecho. Se trataba de contener las pretensiones unanimistas de Bonaparte, — y el ímpetu levantístico, pero en retirada, de la Montaña—, haciendo de la entente creada en la Asamblea Legislativa entre liberales, conservadores y diversos rejuntes realistas, el verdadero equilibrio en torno del cual se pueda consolidar un orden institucional. Por una extraña paradoja,  los verdaderos republicanos –La Montaña—, estaban siendo cada vez más acorralados por la censura y persecución –recordemos la metáfora del plano declinado con que Marx evalúa las circunstancia de estos años— y los conservadores y realistas adoptan y defienden  las instituciones republicanas como elemento defensivo, reactivo, ante la ofensiva gubernamental: “La república era, sin duda, muy difícil de mantener, porque los que la amaban era, en su mayoría, incapaces o indignos de dirigirla, y los que podían consolidarla y dirigirla la detestaban. Pero también era bastante difícil de derribar” (Tocqueville, 1984, p. 244).

Se trata, para Tocqueville, de rodearlo a Bonaparte, cercarlo para poder controlar y redireccionar sus pretensiones unanimistas:

 

Mi punto de vista acerca de él, desde el principio, que era necesario darle un futuro regular, para que él no buscase uno irregular, porque lo que no se podía soñar era que él se limitase a una presencia temporal; trato de inculcar esta idea a mis amigos del ministerio. (…) Su círculo inmediato: bribones, hampones (…), siempre muy hostiles al gabinete, siempre en complicidad con los jefes de la mayoría; en el fondo, su gran agravio consistía en que no les dejábamos poner la mano en todos los cargos (Tocqueville, 1984, p. 320).

 

Durante junio y julio de 1851 trabajará sin éxito para modificar el artículo 45 de la Constitución, que prohibía expresamente la reelección presidencial —y a favor del cual había votado en su momento. Demostrando plasticidad y pragmatismo ante el peligro, realiza un informe a la Asamblea Legislativa para que se conforme una comisión de revisión que habilite la posibilidad de reelección de Bonaparte, ante el riesgo cada vez más cierto de un golpe de estado.

Pero el ímpetu despótico de Bonaparte no era un rayo en cielo sereno. Era un producto histórico de los contornos políticos y culturales franceses, de sus tradiciones simbólicas e institucionales, de las forma amenazantes que allí adquirió la modernidad y su dato central, las condiciones de igualdad. Nos dice que Bonaparte:

 

 Si bien tenía una especie de adoración abstracta por el pueblo, sentía muy poca inclinación por la libertad. En materia política, el rasgo característico y fundamental de su espíritu era el odio y el desprecio a las asambleas. El régimen de la monarquía constitucional le parecía más intolerable incluso que el de la república. El orgullo ilimitado que le daba su nombre se inclinaba gustosamente ante la nación, pero se revolvía contra la idea de sufrir la influencia de un parlamento. (…) deseaba, ante todo, encontrar la devoción de su persona y a su causa (…) Ese es el hombre a quien la necesidad de un jefe y el poder de un recuerdo habían puesto a la cabeza de Francia y con quien nosotros íbamos a tener que gobernarla (Tocqueville, 1984, pp.  247—248).

 

Como plantea Jaume, para Tocqueville, el debate entre el Ejecutivo y Legislatura se inscribió  “en el debate abierto desde 1789 —¿cómo representar adecuadamente la unidad e indivisibilidad de la soberanía?— Luis Napoleón se define por la supremacía y la encarnación del Poder Ejecutivo. Una única voluntad, por delegación de soberanía, representa la unidad del pueblo” (Jaume, 2007, p. 207). Así, la estrategia de erección de un sistema constitucional que ponga frenos y contrapesos al ejercicio del ejecutivo va a contramano de cómo entendía Bonaparte –y la tradición política francesa, la autoridad política de la nación.

En octubre del 1849 Bonaparte disuelve el gabinete dirigido por Barrot y recrudece el enfrentamiento con la Asamblea Legislativa. La pendiente del ciclo histórico se dirige hacia zonas cada vez más alejadas de sus pretensiones originarias. Tocqueville termina sus memorias con su expulsión del gobierno.  Sucesivos viajes posteriores para reponer su siempre delicada salud y la lejanía de las esferas de decisión política –dado que la Asamblea Legislativa está cada vez más aislada y asediada por la ofensiva del ejecutivo— hacen que encuentre el tiempo para escribir la obra que hemos estado recorriendo. Es conocido el desenlace de esta historia: el 2 de Diciembre de 1851 Bonaparte dará un golpe de estado, disolviendo la Asamblea Legislativa, persiguiendo y censurando a sus opositores de todos los signos. En ese contexto, “Tocqueville se contó entre los diputados protestatarios que terminaron encarcelados por unas horas tras haber sido expulsados del recinto por la fuerza” (Aguilar, 2008, p. 46). Luego, se retirará de la vida pública en lo que le reste de existencia, dedicándose por entero a la obra que de alguna manera cierra el círculo de sus reflexiones: El Antiguo Régimen y la Revolución.

Ya comentamos que, para Marx, la revolución de Febrero del ‘48 estuvo signada por sus ambivalencias. De un lado, mostró las potencialidades emancipatorias de las futuras revoluciones –que no pudieron desplegarse por las limitaciones intrínsecas del proletariado francés: demasiado atado aún a los símbolos de fraternidad e igualdad del pasado, que nublan las circunstancias y las perspectivas en una apariencia de concordia imposible. Pero también revela, en clave farsesca, la cesación de una capacidad: la emergencia de la figura de Bonaparte y su ejercicio de poder cesarista no es otra cosa que el signo de la renuncia de la burguesía a gobernar y regir su propio Estado.

La disociación entre la dominación social burguesa ya alcanzada y la dominación política efímera o claudicante, hacen ver a una burguesía muy distinta de la que se glorificaba en el Manifiesto Comunista: pujante, impetuosa, dueña del mundo, capaz en el ciclo de las revoluciones clásicas de crear un mundo a su imagen y semejanza. En el Programa que Marx escribe para la Liga de los Comunistas se la describe como un actor uniforme, que embrida los destinos de la sociedad civil y de la representación política. El estado moderno, decía ahí, no era otra cosa que la gerencia general en la que se dirimían los asuntos burgueses. Entre la dominación económica y la dirección política de las relaciones sociales no existía una hiancía, un punto ciego (Sazbón, 2002).

Marx, en El XVIII Brumario, no cuenta ya la historia de una prognosis abierta que abre las compuertas a un devenir necesario, coronado por el triunfo proletario, sino que se refiere a los bloqueos y resistencias de la coyuntura: el ciclo del ‘48 es también una farsa porque demuestra un rasgo no previsto y escandaloso, “la renuncia de la burguesía a gobernar y a regir su propio Estado” (Sazbón, 2002, p. 43).

En los papeles, para Marx, es decir, en tanto revolución burguesa y antimonárquica, la Revolución de Febrero debía completar y complejizar la dominación de esta clase, incorporando a la esfera del poder político los intereses de todas las clases poseedoras. Si en el régimen de la monarquía de julio estaba representada solamente la “aristocracia financiera”, la república burguesa –cuyo órgano central y natural de representación común era la Asamblea Legislativa—, debía configurarse como el eje, la dirección orgánica en torno al cual se articulen los intereses generales de todas las facciones de las clases propietarias francesas:

 

La república parlamentaria (…) era la condición inevitable para su dominación en común, la única forma de gobierno en que su interés general de clase podía someter a la par las pretensiones de sus distintas fracciones y las de las otras clases (…) La verdadera fusión de la restauración y de la monarquía de julio era la república parlamentaria, en la que se borraban los colores orleanistas y legitimistas y las especies burguesas desaparecían en el burgués a secas, en el burgués como género (Marx, 1984, p. 341—342).

 

Pero la historia de la Asamblea Legislativa y del partido del orden se diluye en un sinfín de enfrentamiento faccioso entre sus distintas parcialidades (legitimistas, orleanistas, republicanos moderados, conservadores, que nunca terminan de sellar acuerdos de largo plazo), permitiendo que sobre los vacíos y jirones que dejan esas disputas, se construya el liderazgo de un aventurero –Bonaparte, plebiscitado como presidente por toda la nación— que va a ir desplazando, con método y astucia, secundado por su pandilla de arribistas, al contingente de políticos que, fallando en la necesidad de construir acuerdos orgánicos, debían representar los intereses de la burguesía como clase.

En el análisis de Marx, estos límites y debilidades del parlamento son efectos de la desafección de la clase burguesa con respecto a sus representaciones orgánicas y “naturales”: “El partido parlamentario sentíase paralizado por un doble temor:  por el temor de provocar la agitación revolucionaria y por el temor de aparecer como el perturbador de la tranquilidad a los ojos de su propia clase, a los ojos de la burguesía” (Marx, 1984, p. 331).

 La Asamblea Legislativa, tanto para defender su soberanía refrendada en la constitución, como para mantener a raya la avanzada zigzagueante bonapartista, como también para pasar a la ofensiva y elucubrar una asonada contra el sobrino de Napoleón, tenía que agitar el barco de la vida política francesa. Llamar al pueblo a defender la Constitución, denunciar la discrecionalidad bonapartista en los usos del poder, instigar a que sectores del Ejército se vuelquen a su causa. Para Marx, nada de esto puede hacer porque rápidamente queda flotando sobre el vacío, a la deriva, sin base social que representar: “La burguesía fuera del parlamento no comprende cómo la burguesía de dentro del parlamento puede derrochar el tiempo en tan mezquinas querellas y comprometer la tranquilidad con tan míseras rivalidades con el presidente” (Marx, 1984, p. 333).

Así, para Marx, la emergencia de Bonaparte “el payaso serio que ya no toma a la historia universal por una comedia, sino su comedia por la historia universal” (Marx, 1984: 328), no se debió a ninguna de sus cualidades particulares. Fue el deseo de orden de la burguesía como clase, es decir, de un marco de tranquilidad en el cual poder desplegar sus negocios, el ímpetu de dejar los juegos del poder y las frases rimbombantes de la igualdad y fraternidad para el futuro y preferir el frío y cruel pago al contado, el contexto que disolvió las tramas de defensa de la institucionalidad republicana que ofreció la Asamblea Legislativa.  Marx nos cuenta que:

 

Durante las giras de Bonaparte, los dignatarios burgueses de las ciudades departamentales, los magistrados, los jueces comerciales, etc., lo recibían en todas partes, casi sin excepción, del modo más servil, aun cuando, como lo hizo en Dijon, atacase sin reservas a la Asamblea Nacional y especialmente al partido del orden (Marx, 1984, p. 346).

 

Para Marx, al contrario de Tocqueville, la llegada de Bonaparte al poder absoluto no es el devenir —lastimoso, pero lógico— de una tradición política unanimista y plebiscitaria. El proceso de su emergencia signa la pérdida del rol activo que, políticamente, la burguesía había tenido en el pasado. En el Manifiesto, pero también de La Sagrada Familia o de La ideología alemana, las revoluciones clásicas burguesas –las del siglo XVII y XVIII— habían mostrado el rol directriz de una clase que, a medida que revolucionaba las formas de producción y de intercambio, erigía un nuevo mundo intelectual, institucional y jurídico a su imagen y semejanza. El balance del ciclo revolucionario del 48’ venía a mostrar que su rol progresivo en la historia había cesado, en tanto el cesarismo bonapartista venía a suplir, con su activismo excesivo y payasesco, esa ausencia.

Sobre el final del texto que estamos siguiendo, Marx es concluyente:

 

Si el partido parlamentario del orden, con sus gritos pidiendo tranquilidad, se condenaba él mismo a la inacción, si declaraba la dominación política de la burguesía incompatible con la seguridad y la existencia de la burguesía, destruyendo por su propia mano, en la lucha contra las demás clases de la sociedad, todas las condiciones de su propio régimen, del régimen parlamentario, la masa extraparlamentaria de la burguesía, con su servilismo hacia el presidente, con sus insultos al parlamento, con el trato brutal a su propia prensa, empujaba a Bonaparte a oprimir, a destruir a sus oradores y a sus escritores, sus políticos y sus literatos, su tribuna y su prensa, para poder así entregarse confiadamente a sus negocios privados bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto. Declaraba inequívocamente que ardía en deseos de deshacerse de su propia dominación política, para deshacerse de las penas y peligros de esa dominación (Marx, 1984, p. 347—348).

 

Ante la constatación de esta situación, la lectura estratégica de Marx hacia el futuro va a reconfigurarse: 1— no se puede esperar nada progresivo ni revolucionario de la burguesía como actor político, es tanto es una clase políticamente inactiva, reaccionaria y conservadora; 2— el proletariado deberá construirse como partido independiente, y en el contexto francés, deberá desembarazarse de los legados republicanos del pasado que, a fuerza de reactivar los lenguajes de la fraternidad del pasado, llevan al movimiento real a un callejón sin salida ; 3— la revolución proletaria es un proceso de largo plazo, a la clase obrera le llevará largas décadas sedimentar su organización y educarse, como para poder derribar al orden imperante.

 

Consideraciones finales

 

El ciclo revolucionario del ‘48 fue un ciclo imprevisto, vertiginoso y rápidamente derrotado. Para las biografías de los intelectuales que venimos analizando significó un período en el que sus trayectorias se toparon con realidades circundantes que enfatizaron los puntos ciegos de sus hipótesis. Por distintas razones, para ambos el Golpe de Estado de Luis Bonaparte significó la derrota de sus apuestas, el final de un recorrido leído en clave de balance y la salida  del accionar político cotidiano para preparar sendos estudios que darán frutos en el largo plazo: es en tiempos de reflujo cuando se escriben El Antiguo Régimen y la Revolución, de Tocqueville, y El capital, de Marx.

Del contexto al texto, tanto los Recuerdos como el XVIII Brumario representan sendos prismáticos para analizar los vaivenes, circunstancias y dilemas de la Revolución que comienza derrocando a los Orleans. Para Marx, si bien las primeras páginas del texto habilitan una lectura que precipita una ruptura con las tradiciones jacobinas y democráticas de la revolución francesa, toda su trayectoria va a encontrarse signada por la tensión y ambivalencia con los efectos de esas memorias: en Blanquí y los blanquistas entrevé hipótesis insurreccionales demasiado militaristas, apuradas  y conspirativas, pero también los rescoldos de las energías plebeyas del pasado que, de apagarse, impedirían su emergencia futura como un acto fulminante de soberanía. En el caso de Tocqueville, sus memorias nos muestran, con la potencia que contiene la primera persona del singular, la fuerza colectiva que tuvo el movimiento igualitarista desatado en febrero y los peligros entrevistos por una sensibilidad conservadora y antiplebeya. De alguna manera, esas estructuras de sentimiento reactivas lo ubican en las tradiciones antijacobinas que comienzan en Termidor y continúan con los doctrinarios franceses: una mirada capacitaria y elitista de la política; una reflexión sobre las libertades centrado en la propiedad y su circulación; y una finalidad securitaria de la ley.

 

 

Bibliografía

 

Aguilar, E. (2008). Alexis de Tocqueville. Una lectura introductoria, Sudamericana.

Goyard-Fabre, S. (2007). “El pensamiento político de Alexis de Tocqueville”, en Roldán, Darío –Editor- Lecturas de Tocqueville, Siglo XXI.

Lamberti, J. C. (2007). “La libertad y las ilusiones individualistas según Tocqueville”, en Roldán, Darío –Editor, Lecturas de Tocqueville, Siglo XXI.

Janine Ribeiro, R. (1998). La última razón de los reyes, Colihue.

Jáume, L. (2007). “Tocqueville y el problema del poder ejecutivo en 1848”, en Roldán, Darío –Editor, Lecturas de Tocqueville, Siglo XXI.

Marx, K. (1984). “El XVIII Brumario de Luis Bonaparte” en Marx-Engels Obras Escogidas, Editorial Cartago, 1984.

Rosenberg, A. (1981). Democracia y socialismo. Historia política de los últimos ciento cincuenta años (1789-1937), Cuadernos de Pasado y Presente N º 38.

Sazbón, J. (2002). Historia y representación, Universidad Nacional de Quilmes.

Sewell, W. (1992). Trabajo y revolución en Francia. El lenguaje del movimiento obrero desde el Antiguo Régimen hasta 1848, Taurus.

Tocqueville, A. (1984). Recuerdos de la Revolución de 1848, Editorial Nacional.

 

 

 

Recepción: 18/06/2022

Evaluado: 28/0//2022

Versión Final: 25/09/2022



(*) Profesor adjunto en la materia Teoría Política de la Carrera y JTP de la materia Historia Argentina III en la Carrera de Historia de la Facultad Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario, Argentina. Email: manuel_980@hotmail.com   ORCID: https://orcid.org/000000338143990