Las masculinidades en tensión:
reflexiones sobre la construcción del género en varones padecientes

 

Gibrán Alejandro Valdez Flores (*)

 

Resumen

 

En este trabajo de reflexión teórica se agrupan una serie de argumentos para el análisis de las tensiones que tienen lugar durante el desarrollo de enfermedades crónicas en varones y como estos condicionarían su identidad y demostración de género. El texto se estructura en tres apartados: el primero aborda la construcción social del género y de las masculinidades, en el segundo se discuten las relaciones entre varones, salud y padecer, y en el último se argumentan las posibles tensiones en el ejercicio de las masculinidades frente un padecimiento de larga duración en los varones, considerándolos sujetos padecientes por la experiencia de largo alcance que representa una enfermedad crónica. En ese sentido, se considera que el varón padeciente se enfrenta a un condicionamiento en la demostración de su masculinidad durante su trayectoria del padecer. Por último, se concluye que es necesario seguir abonando teórica y empíricamente a este tipo de discusiones para comprender de una mejor manera la forma en que se afectan mutuamente el género y esta clase de padecimientos.

 

Palabras clave: Varones; Masculinidades; Estudios de Género; Salud; Padecer.

 

 

Masculinities in tension: reflections on the construction of gender in suffering men

 

Abstract

 

In this paper of theoretical reflection, a series of arguments are grouped for the analysis of the tensions that occur during the development of chronic diseases in men and how these would condition their gender identity and demonstration. The text is structured in three sections: the first addresses the social construction of gender and masculinities, the second discusses the relationships between men, health and suffering, and the last discusses possible tensions in the exercise of masculinities. facing a long-term condition in men, considering them subjects suffering from the far-reaching experience that a chronic illness represents. In that sense, it is considered that the male sufferer faces conditioning in the demonstration of his manhood during his suffering path. Finally, it is concluded that it is necessary to continue contributing theoretically and empirically to this type of discussions to better understand the way in which gender and conditions affect each other.

 

Key Words: Men; Masculinities; Gender Studies; Health; Suffer.

Las masculinidades en tensión:
reflexiones sobre la construcción del género en varones padecientes

 

 

Introducción[1]

 

Las enfermedades son alteraciones biológicas que suelen marcar un quiebre en la vida cotidiana de las personas, por eso en este ensayo de discusión teórica me he propuesto revisar, desde la perspectiva de los estudios socioculturales, los elementos que entran en juego en la demostración del género entre varones que viven con una enfermedad crónica. En consecuencia, es necesario precisar que esta problematización está anclada en la realidad contemporánea y los múltiples procesos sociales, culturales, económicos y políticos que han convertido a la salud pública en una dimensión compleja de la vida actual donde existen un gran número de afecciones que se distinguen por la dependencia que generan ante la particularidad de su cronicidad, es decir, de un progresivo deterioro del cuerpo y la reducción de autonomía en las personas que padecen este tipo de enfermedades que no tienen una cura, solo tratamientos para mantener controlados estos problemas físicos de la mejor manera posible.

Considero que lo anterior es el resultado de una etiología sociocultural en la que, como la concibe Moreno (2018), las enfermedades crónicas son el resultado de una serie de deterioros a la salud de los individuos debido a un estilo de vida dominante, marcado por una constante aceleración en los procesos productivos aunado a la alta dependencia de los dispositivos tecnológicos, lo que trae consigo una serie de hábitos perjudiciales, como lo son las dietas basadas en alimentos ultraprocesados y con un gran aporte calórico, así como la falta de actividad física y de un descanso apropiado. A pesar de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) había advertido desde hace 20 años sobre este panorama, la realidad es que cada vez se presentan mayores índices de este tipo de enfermedades crónicas no transmisibles entre las poblaciones de los países en desarrollo de la región (Organización Panamericana de la Salud [OPS], 2021). De acuerdo con la OMS (2018), a nivel mundial las afecciones cardiovasculares, el cáncer, los problemas respiratorios crónicos y la diabetes, son las cuatro enfermedades no transmisibles con más prevalencia.

Ahora bien, el abordaje actual de la salud pública ha superado las barreras disciplinares por su alto grado de complejidad, lo que representa un desafío teórico – metodológico que no es exclusivo de las ciencias biomédicas y que abre la posibilidad para el análisis desde las ciencias sociales. Con esto, me refiero a que la mirada se amplía gracias a la interdisciplinariedad en el estudio de los procesos de salud – enfermedad que no se limita solo a la interpretación de una serie de síntomas corporales, pues ahora también se coloca un especial énfasis en la comprensión fenomenológica, psicológica y sociocultural de este tipo de fenómenos que son, por esencia, tanto biológicos como sociales (Eslava, 2017). A razón de esto, la OMS (2012) ha generado el marco conceptual de los Determinantes Sociales de la Salud para analizar las condiciones y circunstancias en las que nacen, crecen, trabajan, viven, envejecen y mueren las personas, aludiendo a la distribución de la salud y el bienestar que existe en un contexto específico, el cual está permeado por las condiciones socioeconómicas y políticas, además de las normas y valores culturales de cada sociedad.

En esa línea, Espelt et al. (2016) mencionan que estos determinantes son componentes estructurales de las desigualdades en salud, resaltando el poder que se ejerce por medio de la clase social, la edad, la etnia, el territorio y el género. Es justo en este último componente estructural en el que me concentro en este texto, analizándolo desde la propuesta de los Estudios Socioculturales que se ha ido construyendo en los últimos años en la Universidad Autónoma de Aguascalientes (México) donde la cultura es concebida como “el significado social de la realidad” (Zalpa, 2011, p. 12), una realidad que es construida a partir de diferentes dimensiones de nuestra existencia como el lenguaje, las creencias, los rituales, los mitos, las prácticas artísticas o las normas sociales, y en la que se genera una tensión constante por los discursos sociales dominantes que hacen parte de la estructura social que rige la vida de los sujetos, quienes cuentan con cierto nivel de habilitación y condicionamiento para interactuar en la sociedad (Zalpa y Padilla, 2022).

De esta forma, las reflexiones que me interesa compartir se fundamentan en el ejercicio del género, específicamente en el de las masculinidades, y su demostración para el caso de los varones que viven con una enfermedad crónica no transmisible. Por lo anterior, resulta importante hacer la distinción entre los términos masculino y varonil, por lo que retomo las discusiones que en México se han producido sobre esto, tal como lo que señala Núñez (2007) sobre la construcción del género de los hombres al enfatizar que epistemológicamente los varones no habían sido estudiados como sujetos de género por una suerte del concepto “hombre” como universalidad frente a lo humano, o más bien, de una construcción de lo humano basado en lo masculino (Serret, 2011) cuya categoría es central en contraste con lo femenino que lo circunda por medio de la subordinación histórica de las mujeres.

De igual manera, es necesario hacer explícita la distinción entre masculinidad y masculinidades que rescato de Garosi (2014), quien señala que el primer término, en singular, se utiliza para referirse a la dimensión analítica del concepto, es decir, se trata de un concepto en construcción más que de una noción definitiva, mientras que el uso en plural hace referencia a las manifestaciones empíricas del concepto. Es así como Núñez (2016) coloca en la discusión de los estudios de género el campo de las masculinidades como un objeto que, en el terreno empírico, se ubica dentro de los procesos socioculturales y de poder. En ese sentido, explica que los varones se inscriben, resisten o transforman el género en sus cuerpos y subjetividades de machos socialmente convertidos en hombres. Esto se suma al carácter simbólico de las relaciones sociales de género que sostiene Connell (2015) al exponer que estas se realizan en los desempeños corporales, por lo que los cuerpos son importantes en tanto envejecen, se enferman, disfrutan, se reproducen y dan a luz, generando una experiencia corporal centrada en la memoria individual, pero que permite comprender quiénes somos.

Así, los términos “hombre” y “masculinidad” forman parte de una ficción cultural (Núñez, 2016), esto quiere decir que establecen una convención de sentido que se ha producido desde y sobre los cuerpos, al mismo tiempo que fundamenta las subjetividades, prácticas y relaciones. No obstante, no hay que perder de vista que los sujetos identificados como varones participan en una realidad concreta: la de una sociedad en la que hay concepciones de género dominantes que acaban por construir relaciones de distinción sexual que son naturalizadas, aunque no son estáticas y tienden a reconfigurarse con el paso del tiempo.

En suma, las reflexiones presentes en este ensayo subrayan la importancia de abordar el ejercicio de las masculinidades como un determinante estructural de la salud, principalmente en el caso de las identidades de género que se expresan en los cuerpos varoniles, noción con la que me refiero a lo que puntualizan Parrini et al. (2021) al decir que “las masculinidades son encarnadas fundamentalmente por hombres (biológicos, psíquicos y simbólicos) y ocupan una posición dominante en las relaciones y configuraciones de género” (p. 6), sin ignorar lo que se critica desde el campo analítico de las transmasculinidades, pues como advierte Garosi (2014) “no sólo existen múltiples masculinidades que varían en contextos históricos, geoculturales y sociales diferentes, sino que estas masculinidades no las producen necesariamente individuos con cuerpos de varones, sino también sujetos con cuerpos modificados e híbridos o con cuerpos de ‘mujer’” (p. 177).

Asimismo, el componente empírico que ha dado pie a este trabajo se localiza en lo que la OPS reportó en 2019 sobre la esperanza de vida entre hombres y mujeres en la región de las Américas, con una diferencia de 5.8 años más para ellas, sugiriendo la hipótesis de que esto podría vincularse con el ejercicio de las masculinidades, principalmente en las que destacan las prácticas de riesgo relacionadas con la violencia física, los traumatismos a causa de accidentes vehiculares y la cirrosis hepática en los varones por el consumo excesivo de alcohol. Además, habría que agregar la ausencia o estrategias poco eficientes de autocuidado para afrontar las enfermedades crónicas, ya que el trabajo de los cuidados permanece como una tarea femenina como indica Menéndez (2009) al decir que “la mujer en su rol de esposa/madre se hace cargo del proceso salud/enfermedad/atención de sus miembros” (p. 56) y el varón se convierte en un sujeto con poca proactividad, al grado de ser solamente el receptor de cuidados, lo que representa otra expresión de la subordinación de las mujeres. 

Con este marco conceptual definido, enseguida se presentan una serie de reflexiones que tienen como propósito abonar a la construcción de esquemas teóricos para el análisis de la demostración de género en varones que viven con una enfermedad crónica no transmisible, es decir, que deviene de una serie de condiciones marcadas por la vida contemporánea y que, como se ha señalado, no tienen una cura y solo se pueden controlar a través de tratamientos médicos específicos; en tal sentido, propongo el término “padeciente” en lugar de paciente, tomándolo de Cardoso et al. (2014), quienes argumentan que es más apropiado este vocablo para referirse a las personas que viven con enfermedades crónicas con la finalidad de enfatizar esas condiciones en las que el sujeto sufre, experimenta y soporta la afección, mientras que la noción de paciente proponen dejarla para aquellos que presenten enfermedades agudas y transmisibles, pero que pueden ser curadas porque sus afecciones son reversibles.

De esta manera, el ensayo se estructura en tres apartados para analizar, en un primer momento, la construcción social de las masculinidades, enseguida se observa la relación varones – salud en la región y específicamente el caso de México en relación con la prevalencia de enfermedades crónicas, y, por último, coloco algunas ideas sobre lo que provocaría la tensión de la demostración del género en los hombres padecientes de acuerdo con diversos autores. Asimismo, se vuelve primordial comprender las nociones de identidad de género y de performatividad, pues ambas se entrelazan para orientar el posicionamiento de las personas en la vida cotidiana y, con ello, las actuaciones con las que reafirman su ser en el mundo, por lo que se inicia con una exposición sobre la construcción sociocultural de la realidad y la producción de sentido que genera el orden social en relación con esos conceptos.

Por último, se discute sobre las tensiones que supondría para los hombres contar con algún padecimiento para a partir de ahí, interactuar y demostrar su género en el contexto contemporáneo donde reina la lógica de la productividad que se vale de la gestión de los cuerpos para reproducir el orden social. Se considera que lo anterior acaba por orillar a los hombres a una posible negociación de su masculinidad frente a la posición dominante de esta, en caso de que parta de una performatividad asociada a la hegemonía en este ámbito. Por todo esto, al final se concluye con una invitación a continuar las reflexiones de forma teórica y empírica para profundizar en las consecuencias de esta tensión constante entre el padecer y la conformación de la masculinidad como una posible erosión de la identidad de género dominante de los varones que se basa en la noción de virilidad como la potencia en la que se concretan las prácticas sociales esperadas de los varones: acciones de riesgo, uso de la fuerza física, aplicación de la violencia, reproducción sexual y proveeduría económica, solo por mencionar algunas.

 

La construcción social del género y de las masculinidades

 

La constitución del orden social es un complejo entramado de significaciones que dan sentido a la experiencia de los sujetos y de los colectivos que estos conforman, por eso hablar de esta dimensión de la vida en sociedad implica dirigir la mirada hacia la construcción de la realidad. Lejos de intentar definir un modo determinado de la convivencia en el grupo humano al que una persona pertenece, el conocimiento que emana de esa realidad construida se genera a partir de una serie de procesos de interacción social y de reflexión por parte de los actores sociales que intervienen en diversas situaciones de la vida cotidiana, pues como aluden Schütz (2003) y Berger y Luckmann (2003), ese tipo de intercambios de experiencias se realizan de un mundo subjetivo a otro, es decir, de una persona y toda su carga de significados adquiridos en su trayectoria vital hacia otra.

Desde esa posición teórica se sustenta el presente ensayo en el que se discuten algunas reflexiones en torno a la conformación del género en los procesos de salud-enfermedad, específicamente, la manera en que los hombres desarrollan su masculinidad al atravesar por una enfermedad crónica, es decir, un padecimiento de larga duración como pueden ser los problemas cardiovasculares, la obesidad o la diabetes, solo por mencionar algunas. Por ese motivo, se sostiene que es necesario recurrir al pensamiento del sentido común para generar un conocimiento científico que permita comprender los diferentes procesos por los que atraviesan los varones cuando enferman, dicho de otro modo, se trata de construcciones de segundo orden: construcciones de las construcciones hechas por los propios actores de la sociedad (Schütz, 2003).

De esta manera, lo que entiendo como orden social es la construcción de la realidad a través de las interacciones sociales dotadas de significados en los diferentes niveles de la estructura social y que acaban por determinar, condicionar o habilitar las actuaciones de los sujetos (Zalpa y Padilla, 2022). En consecuencia, es importante observar que esas interacciones tienen un lugar en un espacio administrado por el poder cuya lógica radica en la capacidad productiva de la población (Foucault, 2002) y que en los años recientes tiende a rentabilizar la muerte (Mbembe, 2011). 

Por eso, en principio, hablar de la construcción social de las masculinidades requiere un análisis multidimensional que va de la biografía de los varones a la historia social y cultural del territorio en donde éstos se desarrollan, tal como señala Mills (2005) al pugnar por una comprensión del escenario histórico social más amplio en la producción de significado para la vida interior de una persona. Es así como se puede colocar a los varones con una enfermedad crónica en un orden social que es construido y que impacta en el desarrollo de su trayectoria del padecimiento. En ese caso, me parece que el abordaje de las masculinidades desde esta posición interpretativa demanda a los investigadores la metáfora de aprender hablando la lengua de quienes están siendo escuchados, cuidando que el acercamiento permita al actor social organizar sus experiencias vividas destacando en estas los sistemas con los que interactúa, mismos que van de los lingüísticos hasta los económicos, sociales y culturales (Magnabosco, 2014). 

En ese sentido, el género forma parte de estos sistemas y por eso se considera que es construido a partir de la interacción social, tal como lo señala Goffman (1977) y West y Zimmerman (1999), donde la performatividad tiene un papel central de acuerdo con Butler (2007) y Moreno y Torres (2018) para establecer una ritualidad convencional que se trata de una serie de actos performativos que se legitiman y expresan bajo el discurso en el que se construyen las identidades de las personas. Por esto, considero necesario señalar que el género es una representación social que es absorbida por el individuo como su propia representación (De Lauretis, 2000) y que funciona como un “filtro cultural” (Lamas, 2018) con el cual se interpreta al mundo. No obstante, la discusión en torno a las complejas y variadas acepciones del término conducen a la articulación biológica y cultural del sistema sexo-género, ya que el primero se toma como la base de un código fundamental según el cual se construyen las interacciones y las estructuras sociales (Goffman, 1977), pero, aunque parece que este es el que define al individuo, la realidad es que las personas toman consciencia primero de su género antes que de su sexo (Serret, 2018).

Por ello, hablar de género es aludir a la simbolización con la que se hace referencia a la diferencia anatómica que termina por revelar una lógica cultural presente en todas las dimensiones de la vida y suele estar fundamentada en las diferencias entre mujeres y hombres, condicionando así las normas y arreglos sociales que se vinculan con la construcción de una identidad psíquica (Lamas, 2018), además de conectarse con factores económicos, políticos y sociales que a través de la ideología construye individuos concretos en sujetos (De Lauretis, 2000).

En cuanto a la dimensión identitaria en la vida social, Berger y Luckmann (2006) sostienen que el yo es una entidad reflejada por medio de la cual el individuo llega a ser lo que los otros lo consideran. De esta manera, estos autores señalan que se trata de un proceso dialéctico entre una identidad objetivamente atribuida por los otros frente a una identidad subjetivamente asumida, es decir, la propia. Lo anterior es semejante a lo que señala Goffman (1971) sobre la identidad como un proceso donde los actores sociales asumen que son lo que los otros dicen que son. Así, considero que los sujetos sociales, por lo general, primero responden a su identidad objetivamente atribuida por el orden social y si esta no les satisface comienzan su proceso de reinterpretación de los roles que socialmente le han sido asignados, por lo que un ser humano nacido biológicamente macho, comenzará su construcción identitaria como varón y con ello su masculinidad se empezará a desarrollar a pesar de que, como subraya Serret (2011), las criaturas son conscientes primero de su género que de su capacidad sexual y reproductiva. 

Por su parte, Vega (2007) apunta que la identidad de género determina la forma en la cual los hombres y las mujeres construyen su relación con el mundo y, de forma específica, Serret (2011) ofrece un análisis en donde el género se construye en tres niveles: 1) el género simbólico, ya que existe la pareja simbólica masculino/femenina que genera certeza ontológica para ser leídos en el mundo, 2) el género imaginario social que toma como referencia los cuerpos sexuados para clasificar a los seres humanos y de ahí lo que la sociedad espera de la persona de acuerdo a su asignación, y por último, 3) el género imaginario subjetivo, que se trata de la forma compleja en que una persona se posiciona frente a los significados sociales del género. En ese sentido, la identidad es un sitio que no está fijo, al contrario, se mantiene siempre fluctuante como respuesta a las experiencias que se cruzan entre la autopercepción y la percepción (Serret, 2018), además de estar permeada por los acontecimientos que conforman la historia social más amplia y que acaban por incidir en la conformación de los significados de los sujetos (Mills, 2005).

Es así como Butler (2007) sugiere que el género funciona como una marca cuya ausencia puede derivar en un proceso de deshumanización, ya que este viene establecido a partir del conocimiento biomédico que enmarca en la categoría hombre o mujer a los individuos de acuerdo con las condiciones anatómicas, por eso parece que el sexo es algo dado mientras que el género se construye por medio de prácticas repetidas que imitan un modelo que pareciera imposible de subvertir, este modelo es el de un sexo binario masculino-femenina instalado en un sistema heteronormativo que se sostiene en aras de un sistema de la sexualidad reproductiva. De esta manera, la performatividad se refiere a la reiteración de esas actuaciones del género entre lo que es y hace un hombre y lo que es y hace una mujer, pero esta no ocurre en el vacío pues requiere de un contexto cultural y social a partir del cual se establece una ritualidad convencional (Moreno y Torres, 2018) que se ejecuta en la interacción social como una realización dramática de acuerdo con el escenario o lugar donde esta ocurre (Goffman, 1997). Por esto, me parece que la performatividad varía según a quién o quiénes se enfrente en las diferentes situaciones, lo que se traduce en que el sujeto cuida no representar uno de sus roles o papeles frente a los mismos individuos ante los que suele reflejar un papel diferente.

En ese tenor, Arendt (2005) apunta que las actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los seres humanos viven juntos, por lo que requieren de una serie de acciones y sentidos compartidos, es así como conceptualiza lo que llama esfera de los asuntos humanos y que se constituye del resultado entre la praxis y la lexis, es decir, las acciones y el discurso. De esta forma, toda actuación en la vida social se fundamenta en un discurso dominante que, en las relaciones de género, se encuentra en la heterosexualidad concebida como una realidad absoluta (Rubin, 1996) que al vincularse con la identidad acaba por generar la heteronormatividad, un sistema jerarquizado, basado en la subordinación entre hombres y mujeres que se legitima a partir de lo que se espera de un sujeto masculino y de una sujeta femenina en el orden social preestablecido (Yébenes, 2018).

Como base en lo anterior, Serret (2018) argumenta que la primera gran clasificación que toda sociedad realiza es la que divide al grupo en hombres y mujeres, donde los primeros suelen ocupar posiciones de mayor prestigio. No obstante, en esa interacción basada en la performatividad de género donde cada grupo se apropia de representaciones y prácticas particulares, se genera una tensión en la persona por mantener la actuación apropiada para salvaguardar la marca que le fue impuesta desde su nacimiento por parte de los profesionales del campo de la biomedicina que lo colocaron como un sujeto masculino o una sujeta femenina según sus caracteres sexuales. Esto es lo que sostienen West y Zimmerman (1999) al decir que el género es el producto de ciertas prácticas sociales y se constituye a través de la interacción, específicamente, en la demostración. Así, partiendo de las nociones de Goffman (1977) sobre el arreglo de los sexos, donde explica que luego de que los bebés son colocados en una de las dos clases sexuales se sujetan a una socialización diferencial, West y Zimmerman (1999) afirman que existe una vigilancia social de los individuos para colocarse en la categoría a la que se supone que pertenecen, por lo que el principal logro es estar en el lugar social aceptado.

Ante lo expuesto, considero innegable pensar que aparece una tensión constante en esa vigilancia social por la negociación que se hace a partir de la performatividad con el discurso dominante, que en este caso es la idealización del vínculo heterosexual entre hombres y mujeres. En tal sentido, la masculinidad es una forma cultural específica de construir el género (Connell, 2015) que se asigna a los hombres y puede observarse en las distintas dimensiones de sus vidas, por lo que estas deben entenderse como configuraciones de prácticas que se construyen y transforman con el tiempo, tal como lo afirman Sánchez y Muñoz (2016).  A pesar de las múltiples maneras que tienen los hombres para demostrar la masculinidad, la mayoría se apropia de la conocida como masculinidad hegemónica (Connell y Messerschmidt, 2005) y que se asocia con prácticas de riesgo, uso de la fuerza física, poco desenvolvimiento emocional y una actitud primordial de convertirse en proveedor económico. Es así como observo que estas características forman parte de un discurso dominante sobre el cual se fundamenta la performatividad de un gran número de varones.

Desde esa posición en la que construyen su identidad de género los hombres, se establece una relación de dominación sobre cualquiera que no se adhiera a la masculinidad hegemónica. Esto ocurre por medio del poder patriarcal que valida la violencia que ejercen los varones y por una percepción de derecho a los privilegios sobre quienes no son masculinos (Kaufman, 1999). Asimismo, la construcción social del género que sustenta el discurso dominante de lo masculino lo hace a través de la demanda de virilidad, entendida como una serie de características relacionadas con la fortaleza, el valor y la entereza que se le atribuyen a los hombres, por lo que salirse de esta suele ser interpretado como signo de debilidad y feminidad (Fleiz et al., 2008).

En relación con lo anterior, Kaufman (1999) discute que son justo esos pilares de la masculinidad hegemónica los que, de manera contradictoria, se han convertido en fuente de los malestares de los hombres que se vinculan con altas dosis de temor, aislamiento y dolor por el hecho de tener que actuar de formas poderosas para ejercer dominio y control sobre los demás. En este sentido, me parece posible vincular a la masculinidad como un ejercicio constante de construcción social que va más allá de la noción de individualidad y que contribuye a la producción de sistemas normativos que limitan a los hombres y los constriñe a emprender ciertos comportamientos de riesgo (Amorós, 1992), mientras los limita en otras prácticas asociadas con el bienestar personal y emocional (Burín y Meler, 2000).

No obstante, considero destacable que la construcción de la masculinidad varía en cada sujeto, así como entre los diferentes contextos geográficos, históricos y situacionales donde se prescriben y proscriben ciertos comportamientos y características para los hombres, por lo que el comportamiento de género enraizado en lo masculino y lo femenino refuerza ambas categorías de socialización diferencial al proporcionar evidencia de la condición de cada una, esto es la legitimación de un sistema binario en el orden social. Desde esa mirada, las masculinidades se consideran relativamente sólidas y el contexto se vuelve fundamental para determinar la forma y evaluación de las diferentes formas de ejercer la masculinidad (Connell, 2015). Con lo anterior se abre una línea para pensar en la pluralidad dentro del ejercicio de la masculinidad de acuerdo con múltiples factores, experiencias y dimensiones sociales presentes en la conformación de la identidad de género en varones.

 

Varones, salud y padecer

 

La atención de una enfermedad suele focalizarse, en primer momento, en el cuerpo y su desempeño en los ámbitos productivos y reproductivos de la sociedad, con lo que me refiero a que se trata de una situación que reduce las capacidades físicas y, por ende, el hacer. Esto se vincula con el carácter ontoformativo del proceso social cuya esencia, de acuerdo con Connell (2019), se localiza en la configuración de diferentes realidades sociales a través del tiempo en las que se incluye el componente del cuerpo de los actores sociales en tanto se ajusta a nuevas posibilidades, experiencias, limitaciones y vulnerabilidades. En ese sentido, se puede afirmar que el cuerpo está en el mundo social, pero el mundo social está en el cuerpo, por eso las personas suelen sentir incomodidad de sí mismas cuando las condiciones externas a su alrededor se modifican y sus inclinaciones no se adecúan a esas nuevas exigencias, por lo que es común que los cuerpos se conviertan en objetos dominados por nuevas disciplinas y tecnologías de poder que ejercen el control de los mismos.

Para Marcos et al. (2020) es justo en esa clase de dominios corporales donde se localiza la relación que guardan las masculinidades con la salud pública, ya que estos autores plantean la necesidad de un análisis más profundo sobre las desigualdades en la salud a partir de una interseccionalidad donde se coloque al género como un elemento trascendental. Además, señalan que los programas de promoción de la salud y las intervenciones políticas suelen abordar únicamente los factores de riesgo que emanan de la llamada masculinidad hegemónica (Connell, 2015), sin preocuparse por reconocer las formas positivas o alternativas del desarrollo de las identidades masculinas. En esa misma línea la OPS (2019) puntualiza que hacen falta políticas públicas que involucren a los varones en sus procesos de cuidado para que desde la perspectiva sanitaria no se fomente solo su culpabilidad y, en cambio, se generen programas y políticas más integrales y sensibles.

Con el propósito de revisar las condiciones antes descritas, Prado y Diego (2021) realizaron un estudio en el que dan cuenta de los discursos sociales e institucionales que reproducen las masculinidades hegemónicas en el campo de la salud ante la escasa oferta de servicios médicos y programas de salud dirigidos a los varones. Estos autores encontraron que por medio del discurso se validan una serie de prácticas sustentadas en la noción hegemónica de la masculinidad que en el ámbito del padecer se traduce como el esfuerzo de soportar el dolor y no acudir a los servicios profesionales de atención médica de forma oportuna, por esto señalan que desde el poder biomédico se invisibiliza al hombre y se alzan las prácticas dominantes, como sucede en la exclusión de los varones en los servicios de salud, por ejemplo, en el ejercicio de la paternidad.

Ante esto, me parece que en la región existe una tendencia contemporánea por vincular las masculinidades con las enfermedades como un determinante social (Marcos et al., 2020) que se interrelaciona con otros, como la etnia y el estrato socioeconómico (Espelt et al., 2016), lo que da pie a la configuración de una nueva agenda en el ámbito de la salud pública gracias a que poco a poco se ha ido introduciendo esta relación de género y equidad, ya no solo centrándose en las caracterizaciones epidemiológicas de los sujetos en razón de su sexo. De esta manera, considero que el campo de la salud pública se está reformulando a partir de las realidades sociales actuales que demandan la atención de nuevos elementos en el desarrollo colectivo de la atención a diversos padecimientos, como es el caso de los varones y sus necesidades específicas en este terreno que los lleva a vivir una experiencia que va más allá de la mera afectación corporal, sino que se expande a otros ámbitos de la vida que, consideraría, acaban por redefinir sus masculinidades.

Frente a este panorama, enseguida presento una serie de estudios realizados en México que recuperan este cruce de masculinidades y enfermedades crónicas para observar cuáles fueron sus principales hallazgos y así nutrir estas reflexiones teóricas sobre la construcción sociocultural de las identidades de género de los varones que viven con un padecimiento de larga duración que, con el paso del tiempo, termina por mermar sus capacidades físicas. De forma todavía más específica, me he concentrado en el caso de la diabetes y cómo la afrontan los varones, ya que como detallé en el apartado introductorio, esta enfermedad crónica no transmisible es una de las cuatro con mayor prevalencia a nivel mundial y, para el caso de la diabetes tipo dos, posee una etiología sociocultural marcada por la alimentación inadecuada y el sedentarismo. Asimismo, la falta de cuidados apropiados lleva a las personas que viven con esta condición de salud a experimentar cambios corporales, como el hecho de bajar de peso, sufrir amputaciones en las extremidades inferiores, perder la visión, alteraciones en el sistema cardíaco y fallas en los riñones, entre otras alteraciones.

En la ciudad de Monterrey, que se ubica al noreste de México y guarda una estrecha relación comercial y cultural con Estados Unidos de América, Rosas (2020) realizó un estudio para identificar las diferentes expresiones de masculinidad en un grupo de varones diagnosticados con diabetes tipo dos. A través de una serie de entrevistas a profundidad realizadas a nueve varones seleccionados de forma aleatoria a partir de un muestreo de sujetos tipo, la autora encontró que existe un alto grado de dificultad para que los hombres asuman su pérdida de salud y atiendan sus malestares, es decir, se les complica cumplir con el rol de enfermo frente a otro rol de la masculinidad tradicional: la proveeduría económica. En consecuencia, estos varones pocas veces cumplen con los tratamientos suministrados por la biomedicina y, por lo mismo, retrasan la atención a sus malestares, acudiendo a los servicios de salud cuando los problemas de salud ya se encuentran en un nivel avanzado e irreversible.

En la misma ciudad, Vargas et al. (2020) argumentan que los hombres simbolizan el cuidado como debilidad, mientras que el descuido es un sinónimo de fortaleza, de acuerdo con la investigación exploratoria que realizaron con seis operadores de quinta rueda (tractocamiones) diagnosticados con diabetes tipo dos. En este caso, las autoras refieren que existen áreas laborales donde el desgaste físico y mental es mayor, como el que abordaron en su investigación. Sin embargo, entre sus resultados también dan cuenta de cómo los varones no asumen este tipo de enfermedad como un acontecimiento grave en sus vidas, por lo que no advierten los riesgos o las consecuencias que pueden sufrir sus cuerpos que, paradójicamente, es su principal medio de sustento económico por laborar en un área de desgaste corporal. Lo anterior, sin duda, provoca la falta de adherencia a los tratamientos médicos adecuados por parte de los varones.

Por su parte, Castillo y Ostiguín (2018) realizaron una investigación que destaca por recuperar la dimensión emocional de un varón que vive con diabetes tipo dos. El estudio cualitativo de alcance exploratorio está fundamentado en el enfoque de historia de vida y parte del supuesto de que el género hace la diferencia a la hora de afrontar y aceptar una enfermedad crónica de este tipo. Así, los principales hallazgos que reportan son que existe una dualidad emocional en los varones que viven con esta enfermedad: por un lado, la tristeza aparece ante el diagnóstico y el saberse enfermo, mientras que la felicidad se concibe con el mantenimiento del control de los síntomas. Las autoras también argumentan que hay una búsqueda de sentido del padecimiento por parte de los varones, por lo que consideran necesario profundizar en el imaginario masculino para incorporar la perspectiva de género en programas educativos dirigidos a este sector de la población afectada por la diabetes.

En suma, las investigaciones que aquí he colocado exploran la relación masculinidades – enfermedades crónicas concentrándose en las modificaciones de la identidad de género que experimentan los varones con base en sus roles sociales, por lo que se puede ubicar a este binomio varones – salud pública como un campo de estudio relevante para analizar la construcción sociocultural que se hace de las identidades masculinas insertadas en el padecer desde dimensiones que considero han tenido un desarrollo escaso, como lo son los cuerpos y las emociones en su nivel padeciente.

De esto último deseo colocar aquí un posicionamiento en torno al uso de este concepto que no es común, pero que nace de la propuesta de Cardoso et al. (2014) para contar con un vocablo que dé cuenta de las particularidades que experimentan las personas que han sido diagnosticadas con una enfermedad crónica, que es un padecimiento de larga duración que solo se puede controlar, pero no curar, y en ese afán de control existen múltiples dimensiones para analizar que van desde lo económico, político, social y cultural. Para Hamui (2019) existen diversas maneras de referirse a la experiencia de enfermar y estas van más allá de la mirada biomédica, por eso Mendoza (2020) y Arganis (2020) retoman al psiquiatra y antropólogo estadounidense Arthur Kleinman para señalar que la noción de padecimiento (illness) hace referencia al conjunto de vivencias cotidianas que el individuo construye y experimenta a partir de las alteraciones orgánicas, psicológicas y sociales, mientras que la idea de enfermedad (disease) es vista como el mal funcionamiento del organismo, lo que provoca un conjunto de signos y síntomas definidos y objetivados por el diagnóstico biomédico.

Por su parte, Moreno-Altamirano (2007) explica que la concepción ontológica considera al enfermo como un ser humano al que le ha penetrado o se le ha quitado algo, mientras que el padecimiento es la vía por la que una persona enferma percibe, expresa y se enfrenta al proceso de enfermar. Por lo tanto, se entiende que más allá de ser conceptos antagónicos, enfermedad y padecimiento se complementan en el análisis de este tipo de procesos, pues se puede comenzar a padecer antes de recibir el diagnóstico profesional o también el padecimiento puede ser la consecuencia de la evaluación inicial del médico ante un malestar físico.

Por lo tanto, deseo puntualizar que esta propuesta teórica lo que busca es poner la atención en el padecer la enfermedad con todas las repercusiones físicas, psicológicas y sociales que se presentan en el curso de esta, por lo que no se debe de olvidar que las enfermedades encuentran en la forma de afrontarlas su construcción sociocultural, es decir, las maneras de padecer tienen sus raíces en dimensiones económicas, políticas, sociales y culturales, como ya lo he reiterado. En tal sentido, retomo el concepto padeciente como una distinción a la forma de referirse a los sujetos que enferman y padecen en cuanto al impacto temporal de sus afecciones, entendiendo que para quienes viven con una enfermedad crónica y de larga duración les corresponde este término para observar de una manera sistémica sus experiencias, acciones y prácticas que no se orientan hacia la búsqueda de una cura, sino al control de la misma para evitar mayores complicaciones porque si la palabra paciente alude en su significación denotativa a la capacidad de espera, que en el ámbito de la salud y de las enfermedades es revertir el estado patológico, ¿qué caso tiene para una persona que vive con enfermedad crónica definirse como paciente si no hay tal cura o solución permanente a su estado? 

Con lo anterior, lo que intento es develar la potencialidad en el uso del lenguaje y aunque solo se trata de una etiqueta conceptual, en el terreno empírico vale la pena retomarlo con las personas que viven en esta situación para conocer su posicionamiento y qué representa para ellos en términos simbólicos, pues como señala Dubet (2011), la sociedad es un conflicto regulado que es transformado por las instituciones que se encargan de crear las principales etiquetas con las que interactuamos para favorecer la integración social, un proceso que termina por moldear las subjetividades de los integrantes que conforman la colectividad. 

 

Varones padecientes y demostración de género: una tensión constante

 

Luego de revisar algunos de los elementos que forman parte de la construcción social del género y de las masculinidades, así como la vinculación entre varones y salud pública, se pone de manifiesto la relación existente entre el ejercicio de la masculinidad y el padecer, ya que en este último ámbito se vuelve necesaria la tarea de observar las prácticas de cuidado y autocuidado entre varones y mujeres con la finalidad del desarrollo de políticas públicas orientadas hacia los hombres y su involucramiento en la prevención y atención de sus padecimientos, tal como ha sugerido la OPS (2019). Frente a esta necesidad resulta fundamental incorporar los procesos de subjetivación de los varones en relación con el cuidado de su salud. Siguiendo a Dubet (2011), en la actualidad la vida social tiende a sufrir mayores cambios que en épocas previas de manera que la configuración identitaria es atravesada por una serie de condiciones que acaban por producir identidades sociales fragmentadas e individualizadas, contrario a lo que sucedía en la modernidad cuando se vinculaba a los sujetos a ciertos grupos que acababan por definirlos.

Con lo anterior hago referencia a que, a pesar de que la masculinidad hegemónica parecería la única forma que tienen los hombres para construir el género (Connell y Messerschmidt, 2005), en la realidad contemporánea existen otras maneras de ejercer las masculinidades, asociándose principalmente con las experiencias de vida que tienen los sujetos, tal es el caso de las enfermedades crónicas diagnosticadas y que en muchos casos se convierten en un elemento disruptivo que reorganiza todo el conocimiento construido hasta el momento, así como las interpretaciones hechas sobre la propia existencia. Es justo con este último punto donde se puede observar las complicaciones de los varones para atender su salud, sobre todo al considerar a la enfermedad como un estado no deseado en el cuerpo (Rodríguez, 2017) que acaba por generar una crisis en las diferentes esferas de interacción en las que participa el sujeto. Tal como lo apunta Rivero (2016), la relación que establecen quienes experimentan una enfermedad con los profesionales del campo biomédico termina por convertirse en un sometimiento por parte de los afectados en su salud a un bagaje teórico – práctico de una escuela de conocimientos que se legitima en instituciones que se estructuran y organizan a través de leyes, reglas, normas y disposiciones.

Es por esto que en este espacio de disputa entre la pérdida y la recuperación de la salud se han generado socialmente diferentes modelos de atención, entre los que destaco los tres descritos por Menéndez (2020): el primer modelo es el médico hegemónico (MMH) constituido por saberes generados a partir del desarrollo de la medicina científica que mantiene hegemonía sobre otros saberes, el segundo es el modelo médico alternativo subordinado (MMAS) que proviene de fuentes como la medicina tradicional y las prácticas médicas no occidentales, el tercero es el modelo médico de autoatención (MMAA) que está determinado por las acciones que el sujeto y su grupo cercano llevan a cabo ante una enfermedad, considerando a la autoatención como el verdadero primer nivel de atención en el que se articulan, integran o mezclan saberes tradicionales, biomédicos y de otras formas sociales.

Me parece importante destacar que, en el contexto económico actual, donde impera la acumulación de capital, el MMH ha encontrado su relevancia a través de la biomedicalización y la industria farmacéutica (Osorio, 2020). En este esquema la expansión se ha dado a través de la creación de sujetos fármaco – adictos y de nuevas enfermedades (Menéndez, 2015). Dicho de otra manera, consiste en el rápido proceso de biomedicalización como herencia de la modernidad en el MMH, entendiéndola como un instrumento para gobernar y regular a los individuos y a las poblaciones a través de los saberes hegemónicos en el campo de la salud, los que se presentan como la verdad científica (Iriart y Merhy, 2017) en el sentido que le daba Foucault (2002) a la biopolítica como gestión de la población, solo que la biomedicalización internaliza el control en el propio sujeto y su entorno.

Este panorama no escapa a las lógicas neoliberales del consumo exacerbado, donde la responsabilidad del cuidado pasa del Estado a los individuos a partir de la privatización de la salud y la falta de cobertura o calidad en los servicios públicos que deriva los gastos de la atención médica a los pacientes y padecientes (Osorio, 2020). De esta manera, la configuración de los sujetos neoliberales encuentra una profunda relación con la noción de las vidas desechables donde la muerte de ciertos individuos se convierte en un elemento de rentabilidad como señala Mbembe (2011) a través de su concepción de la necropolítica como la gestión del poder político y social para decidir cómo deben vivir y morir las personas; en este contexto se espera que los sujetos permanezcan vigilantes de sus cuerpos ante las enfermedades que acechan la vida contemporánea, por eso, si se recibe el diagnóstico de una de estas entonces se espera que la persona sea proactiva y tome el control por sí mismo.

Frente a esto, resuena la interrogante de Gilligan (2013) que se concentra en cómo las personas pierden la capacidad de cuidar de otros. Para esta autora adherida a la corriente feminista, este daño se erige en el umbral del sistema patriarcal que desdibuja la brújula interior que avisa a los individuos cuando han perdido el rumbo y hacen algo que en el fondo está mal, pero en el orden ético del patriarcado esto se premia, pues de esto deviene la tensión entre el desarrollo psicológico y la adaptación cultural al silenciar la propia voz para poder relacionarse con otra gente. Por ejemplo, la falta de cuidado es un elemento asociado con el modelo de masculinidad hegemónica, por lo que cuidarse o generar estrategias de autocuidado, ya sea para prevenir o atender una enfermedad, puede acabar por generar una disonancia en la identidad de género de los varones y esto se debe a que el modelo de masculinidad se basa en un orden binario y jerárquico que menosprecia la capacidad de saber de las mujeres y la capacidad de los hombres para preocuparse por los otros, dimensiones fundamentales donde se entroniza el orden patriarcal, por eso el rechazo por parte de los varones para asumir esas posiciones atribuidas a los afectos y a los cuidados, ya que la actitud patriarcal destina estas tareas a las mujeres (Burín, 2021).

Por esa razón, Gilligan (2013) sostiene que en un contexto donde reina el patriarcado en las dimensiones macro y micropolíticas, el cuidado se erige como una ética femenina, sin embargo, en un contexto democrático el cuidado debe de ser parte de una ética humana, ya que cuidar es lo que hacen los seres humanos, cuidar de uno mismo y de los demás es una capacidad natural. Por ende, el patriarcado resulta una amenaza para la colectividad, para la vida democrática y para la ciudadanización. Con esta discusión sobre el cuidado, considero que se puede tomar al género como un elemento clave en la atención de la salud gracias a que se trata de una dimensión fundamental para la identidad de las personas y, en el caso de los varones, pondría en entredicho la adhesión a la masculinidad hegemónica al no poder sostener la performatividad que demanda el discurso dominante frente a alguna enfermedad crónica que, de forma lenta y progresiva, los va disminuyendo físicamente. 

El argumento anterior puede localizarse en los trabajos de Gerschick y Miller (1995) con varones enfermos en Estados Unidos con los que lograron identificar tres clases de respuestas en relación con la configuración de la masculinidad en la experiencia del padecer: 1) los hombres enfermos duplican los esfuerzos corporales para alcanzar los estándares hegemónicos del cuerpo masculino en relación con la virilidad y la fortaleza, 2) reformulan la definición que tienen acerca de su masculinidad, dando importancia a aspectos masculinos que siguen bajo su dominio, como su independencia, y 3) ante los impedimentos corporales, rechazan la masculinidad tradicional y critican los estereotipos físicos a los que ya no pueden adherirse. Como se hace explícito, existe una tensión constante en los varones padecientes por el riesgo que implica para su marca de género cambiar su performatividad enraizada en la virilidad que demanda la masculinidad hegemónica por otro tipo de actuaciones en las que atiendan el cuidado de su salud (Butler, 2007). Este fenómeno puede ubicarse en la tercera categoría de la triada de la violencia masculina de Kaufman (1999) que alude a los riesgos de los hombres hacia sí mismos a través de las formas del descuido del cuerpo frente a la persecución de otros fines asociados con su rol de género, tales como asumir cargas laborales de extremo desgaste físico y mental.

En ideas de De Keijzer (2003), esto representa un acto performativo que se consolida en el discurso dominante de la masculinidad y en relación con el modelo capitalista neoliberal, ya que consiste en cambiar dinero por su salud y experimentar el cuerpo como un instrumento para estos fines que lo vuelven idóneo para proveer de recursos de subsistencia a su grupo familiar. Sin embargo, lo anterior parece escandaloso en una sociedad que pretende anular a los sujetos padecientes justo por su incapacidad para producir, lo que los vuelve rentables para su desecho (Mbembe, 2011). Es por esto que Figueroa (2015) cuestiona si esos comportamientos de los varones como respuesta a lo que la sociedad contemporánea espera de ellos se trata de una forma de violencia del varón contra sí mismo, pues la relación de falta de atención y cuidados que establecen los convierte en negligentes contra sí y por más programas y servicios de salud dirigidos a ellos, se requiere la participación de los sujetos padecientes en el monitoreo de sus propios procesos de salud y enfermedad, es decir, en la propia atención de su padecimiento.

Por todo esto, se entiende que en los hombres la salud y el autocuidado no juegan un rol central en la construcción de la masculinidad porque verbalizar sus necesidades en este ámbito sería mostrar debilidad y cuando lo hacen sienten que esto repercute en su condición de virilidad, fortaleza y hasta en su rol como el proveedor del hogar. Asimismo, muchos varones padecientes niegan el reconocimiento del dolor bajo la amenaza de perder elementos de su hombría, por lo que no suelen describir las características de un malestar lo que a su vez les impide interiorizarlo y, por lo tanto, no buscan el apoyo social ni especializado para atenderlo de manera oportuna (Figueroa, 2015).

En suma, el padecer y el género se convierten en dos componentes que atraviesan la experiencia de las personas que son afectadas por una enfermedad. En el caso de los padecimientos crónicos y de larga duración que se caracterizan por llevar un control de los síntomas gracias a tratamientos que pueden garantizar una mayor esperanza de vida, la demostración de género se configura como una tensión constante, principalmente en el caso de los hombres que simbolizan el cuidado como debilidad, mientras que el descuido es sinónimo de fortaleza, lo que provoca que no presten la atención adecuada a la enfermedad, por lo que no siguen un adecuado control de la misma (Vargas, et al., 2020). En este caso, lo que señalan West y Zimmerman (1999) sobre la vigilancia de ubicarse como individuos en la categoría de género atribuida y socialmente aceptada se complica en los varones padecientes, pues como argumenta Rosas (2020), existe una dificultad en los varones para depender de cuidados por lo que esto implica en el cumplimiento de su rol como proveedores, en parte por las complicaciones que una enfermedad crónica representa en términos económicos.

Por último, se vuelve evidente que las relaciones entre hombres y mujeres se da en un arreglo social (Goffman, 1977), por lo que tradicionalmente el cuidado de la salud ha sido una tarea del género femenino en el orden patriarcal, sin embargo, cuando una enfermedad crónica aparece en el varón y este se convierte en un sujeto padeciente, entre tantos cambios que trae consigo la afección también se tiende a negociar el lugar que se ocupa en el discurso dominante de la masculinidad, por lo que observar cómo se produce el género en este tipo de situaciones sociales revelaría el andamiaje interactivo de la estructura y los procesos sociales de control que la sostienen, es decir, las formas en que la vivencia individual está condicionada por las estructuras e instituciones de la sociedad que en este caso particular tienen que ver con aquellas que regulan los procesos de salud y enfermedad, como la medicina moderna.

 

Conclusiones

 

Al igual que sucede con las mujeres, cuando los varones enferman se inicia un proceso de constante tensión por las modificaciones que deben hacer en sus vidas. Si se trata de una enfermedad infecciosa que con un tratamiento en el corto plazo desaparece, las afectaciones suelen ser mínimas, a menos que su impacto haya sido grave a nivel físico. En cambio, cuando se diagnostican afecciones crónicas, estas se convierten en padecimientos de larga duración que demandan un reordenamiento biográfico por parte del sujeto padeciente, lo que termina por impactar en sus relaciones sociales. Por esto, se considera relevante develar los complejos entramados sobre los cuales se construyen las enfermedades y los padecimientos, sin perder de vista las repercusiones que estas tienen en la conformación de la identidad de género de los hombres y viceversa, pues son dos esferas que se afectan mutuamente. Como se ha señalado, la una condiciona a la otra: el tipo de atención que decida emprender el varón dependerá en cierta medida de su masculinidad, mientras que la demostración de género que pretenda hacer desde su experiencia de enfermar estará superpuesta a la forma en la que afronta el padecer.

Por ello la compresión de los procesos de salud y enfermedad en los varones implica una tarea de reconocimiento de la vulnerabilidad masculina, algo que resulta paradójico porque las reflexiones que se hacen desde los estudios de género ubican al varón como un sujeto de privilegios, creando una imagen de superioridad social que inicia en el plano biológico desde donde se emprende una socialización diferencial. No obstante, esta labor es imprescindible cuando indicadores como los que brinda la OPS (2019) señalan que en la región de las Américas los hombres viven en promedio casi seis años menos que las mujeres, lo que demuestra que algo ocurre con este grupo de la población que desdeña los cuidados y suele reafirmar su identidad de género a través de prácticas de riesgo y otros actos performativos asociados a la masculinidad hegemónica. Asimismo, componentes como el de la proveeduría económica llegan a minimizar los problemas de salud en aras de la imposibilidad que tienen los varones para frenar su capacidad productiva con el fin de atender cualquier malestar que los aqueje.

Por esto, es conveniente abonar al entendimiento de estos procesos en los hombres partiendo de la tensión que estos generan en la masculinidad pues a partir de ahí se erigen malestares en los sujetos que los orilla a negociar su posición entre los diferentes discursos que componen la sociedad, principalmente los que tienen que ver con el género y la biomedicina, lo que se traduciría en observar las configuraciones y reconfiguraciones que hacen los varones de sus significados y comportamientos en la interacción social por medio de la performatividad.

Además, es necesario aportar a la discusión de las enfermedades crónicas el impacto que estas tienen en la conformación del orden social, pues no solo se manifiestan en las corporalidades de los sujetos padecientes, también pueden ser vistas como una expresión de la población y el tipo de sociedad en las que aparecen debido a una etiología sociocultural que se asocia con las demandas productivas y el estilo de vida que ciertas lógicas económicas generan (Moreno, 2018). De igual forma, es crucial comprender que la relación que los hombres guardan con estos padecimientos de larga duración termina por convertirse en una huella que los acompaña en todo momento y a todo lugar, a pesar de que muchas de estas afecciones no muestran marcas de inmediato, el simple hecho de que el sujeto sea consciente de su condición ya lo coloca en una situación distinta a la de los demás: el padecimiento siempre va con él y termina por ser parte de esa dramatización con la que se presenta a los demás en su cotidianidad (Goffman, 1997).

Por último, la discusión también puede dar pie para hablar de una transición de la tensión que los padecimientos crónicos generan en la identidad de género de los varones a la posible erosión de la masculinidad ante el diagnóstico, pues invariablemente este tipo de enfermedades que no tienen una cura, solo un tratamiento de control, acaban por marcar un quiebre biográfico en la vida de las personas y su compostura ante tal evento vendrá acompañado de una reconstrucción identitaria, donde el género juega un papel crucial, pero ¿qué tipo de masculinidad se pierde y cuál se gana? ¿o será que se refuerzan los patrones de género que se han construido de toda la vida?

 

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Recepción: 16/03/2024

Evaluado: 6/09/2024

Versión Final: 11/11/2024

 

 

 

 

 



(*) Es Profesor - Investigador del Departamento de Sociología en la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro (México). Doctor en Estudios Socioculturales por la Universidad Autónoma de Aguascalientes, maestro en Modelos de Intervención Social Construccionista y licenciado en Comunicación por la Universidad Autónoma de Coahuila. Sus intereses de investigación se encuentran en la construcción sociocultural de los padecimientos, el cuerpo y el género, y las intersecciones entre los sistemas alimentarios y la salud. E-mail: gavf.uaaan@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0001-7469-8155

[1] Este texto deriva del proceso de elaboración de la tesis Cuerpos varoniles padecientes. Representaciones simbólicas de varones que viven con diabetes sobre las prácticas corpo-emocionales en sus estrategias de autocuidado como parte del programa de doctorado en Estudios Socioculturales de la Universidad Autónoma de Aguascalientes (México). La tesis se puede revisar en este enlace: https://tinyurl.com/25rvsfbn