BERG, Maggie y SEEBER, Bárbara K (2022). The slow professor. Desafiando la cultura de la rapidez en la Academia. Acompañado de Slow Humanities. Un manifiesto. Granada: EUG (Editorial de la Universidad de Granada), 173 págs. Versión HTML5 - Streaming  [2016, University of Toronto Press- Canadá] 

 

 

“La ciencia necesita tiempo” (p. 60)

 

El texto combina descripción, análisis y lecturas críticas; reflexiona sobre las prácticas actuales en el campo de las Humanidades, sobre el rol de la universidad y la necesidad de otra temporalidad para nuestras prácticas académicas. Se incluye dentro del movimiento del Slow Movement que nace con el slow food a fines de 1980 contra la comida rápida fast food, en Roma, organizado por Carlo Petrini -gastrónomo y sociólogo- y por un grupo de activistas para defender las tradiciones regionales, la buena alimentación, el placer gastronómico, así como un ritmo de vida lento (https://www.slowfood.com/es/). En 1989 presentaron en París un Manifiesto contra la Fast-Life porque trastocó, en nombre de la productividad, la eficiencia y la velocidad, la vida, el medio ambiente y el paisaje. Luego esos principios se expandieron a otros ámbitos como el de la arquitectura, la vida urbana o las relaciones personales. El texto es –diríamos– una especie de híbrido que combina preocupaciones filosóficas, políticas, pragmáticas sobre prácticas académicas y la universidad corporativa, y se sirve de aportes provenientes de los campos de la sociología, la medicina, los estudios laborales, de las ciencias de la información, de la tradición feminista y de la propia experiencia de estas profesoras. Las autoras (ambas críticas literarias y docentes en universidades canadienses) piensan al texto –cruzado de múltiples experiencias personales– en clave de “intervención/resistencia” y, a veces, adoptan el tono de manifiesto, amén que Slow Humanities. Un manifiesto cierra el libro. Defienden las prácticas individuales como formas de resistencia y lugares de agenciamiento.

Contiene  cuatro capítulos, una introducción, conclusión y una presentación –que no describiremos linealmente– y sus tópicos versan  sobre la gestión y falta de tiempo, la pedagogía y el placer, la investigación, el compañerismo y la colaboración. Califican a las universidades contemporáneas como corporativas pues por sus modos de funcionamiento tienden a asemejarse a una empresa privada, perdiendo o disminuyendo paulatinamente el rol crítico y el ejercicio reflexivo en lo referido al saber, porque adoptan modelos propios de las empresas so pretexto de excelencia, eficiencia, estandarización, percepción de la urgencia en lo que concierne a la evaluación y control “productivo” que puede observarse –agregaríamos– en la cantidad de formularios cuantitativos a rellenar, en esquemas y plataformas homogeneizantes, aunque algunos asuntos ya fueron esbozados por Deleuze en “Posdata sobre las sociedades de control”. La docencia se reduce a horas de crédito, el tiempo de ejecución es utilizado como criterio universal de calidad y eficiencia en la educación superior y así las categorías mercantiles de productividad, eficiencia y logro competitivo, ciertos valores patriarcales y ya no inteligencia o erudición dirigen el mundo académico. Estos presupuestos toman al tiempo como factor común y han acelerado el reloj. (p. 37, 43) En algunas universidades latinoamericanas se promociona el proceso de “acreditación/reacreditación” de sus carreras con bombos y platillos y exhiben una cucarda como en las certificaciones ISO de productos de mercadeo o como las que llevan los animales premiados en las ferias. Esos criterios se plasman en rentabilidad de la producción = cantidad de producción, suerte de capitalismo académico/investigador (resulta sorprendente el escaso nivel de crítica de docentes universitarios quienes por otra parte suelen enfatizar la explotación de los trabajadores en sus textos de investigación, ¿será que no se reconocen como trabajadores los profesores universitarios?), factores de impacto (¿alto impacto?) en las revistas, en las universidades, datos que se obtienen de algoritmos manipulables, supuestamente para medir la calidad de la investigación. “Es una maquinita” se convirtió en enunciado ponderado positivamente en nuestros lares, así la mecanización se transformó en un criterio fuerte  para pensar la academia y a nosotros mismos en ella. Vale indicar que otra vez la técnica es vista en clave neutral tal vez                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             remedando el viejo modelo de progreso que pensaba que ciencia, progreso y felicidad iban de la mano, que entró en quiebra con la bomba nuclear creada por científicos. La corporativización ha favorecido desde el punto de vista de los valores que encarna la “remasculinización” de la academia “tras una apariencia de racionalidad, neutralidad y conocimiento tecnocrático”. (p.109)

Se apoyan en estudios canadienses, australianos y del Reino Unido para mostrar que las obligaciones de los docentes universitarios han ido in crescendo y que están entre las profesiones más estresadas del mundo del trabajo -más allá de las diferencias de género, etarias, etc.-, con problemas de salud mental como ansiedad o depresión por no alcanzar los “estándares”. Este diagnóstico se opone a la figura del profesor ocioso. La academia se ha negado a admitir problemas de esta envergadura, pues ni el cuerpo ni las emociones parecen ser parte de la ecuación de lo que pasa en los claustros universitarios. “Estamos ocupados contrarrestando la imagen generalizada de la torre de marfil” (p. 29) o, por qué no, explicando que no tenemos tres o cuatro meses de vacaciones de verano. El profesor universitario hoy presenta las mismas características de la mano de obra americana: amedrentado, agobiado, dócil y desempoderado. (p. 29) La flexibilidad horaria se traduce en trabajar todo el tiempo junto con muchas tareas también de oficina lo que agudiza el estrés laboral. Las universidades hoy están “aterrorizadas, acobardadas, infrafinanciadas, sobreexaminadas y sobreburocratizadas”. (p.31) El estrés está ligado con el concepto de “falta de tiempo”, salarios, expectativas demasiado altas, financiamiento de las investigaciones, permanentes interrupciones telefónicas, visitas, reuniones, demasiadas tareas, trabajo sin límite, sentir que la propia carrera no progresa como debería lo que significa temer no ser suficientemente rápida, presión para trabajar con eficiencia, sentirse abrumada. (p.35-36, 47)

La pandemia -el libro es previo- generó un plus de obligaciones de todo tipo desde técnicas, docentes, éticas, psicológicas, etc. para los que no estaban/mos preparados. El miedo al otro y en algunos lugares –como en Argentina– el encierro llevó a que se perdiera la interacción humana que pasó a estar mediatizada por las pantallas y hoy parte de la docencia universitaria y, no sólo acá, se halla fascinada por la educación no presencial, o bien la Inteligencia Artificial y así se habla livianamente de reemplazo de profesores, eliminación de profesiones, rol e importancia de la docencia como trabajo no necesariamente presencial e interactivo, suplantación por esos programas que apuestan por lo verosímil, no por la “verdad”, con todos los recaudos que este enunciado conlleva, con impunidad y desde el neutral y aséptico discurso de la ciencia.

Estos modelos establecieron brechas nuevas entre docencia e investigación estandarizada, la docencia como un espacio desdeñado y condenado por repetitivo, no creativo, etc., muy sorprendente cuando las producciones de las universidades/espacios de investigación corporativa son productos en general enlatados, con formatos también fijos en la dimensión escrituraria, escritura e investigación despersonalizada, como cientos de personas corriendo alrededor de una cinta como la de las fábricas que envasan productos. “Los actuales capitanes de la erudición ven a la universidad como equivalente a una fábrica de manufacturación de bienes y provisión de servicios, cuyos principales productos resultan ser formas variadas de conocimiento en lugar de automóviles, ordenadores o aparatos”. (p. 96, resaltado nuestro) Esto también estableció una homogeneización propia de otras áreas y de otras prácticas, ¿es acaso la investigación histórica hoy, por ejemplo, combinación de modelos fordistas y toyotistas?: uno se ocupa del “marco teórico”, otro lee las “fuentes”, otro resume, etc., muchos firmando un artículo o texto para entonar con los cánones de los estándares, ¿es esto considerado de calidad?, ¿es esto el “laboratorio” del que hablaron tantos historiadores o simplemente una estrategia para aumentar la productividad?, ¿es más rendidor, como nos dijo alguien, o simplemente nos enfrentamos a un proceso de “proletarización cognitiva”? Tanto la investigación como el aprendizaje deben ser medidos de una forma bien diferente del trabajo industrial y lo que se necesita más que tecnología (también) es ciencia del pensamiento. (p. 60)

Estas prácticas privilegian temas, disciplinas frente a otras, equipos, ya los Annales lo habían vaticinado, como lo señala Anaclet Pons en El desorden digital, usar criterios de “impacto”, basados en el número de citas, sólo serviría para reconocer modas en el campo del saber, posiciones de poder y podría llevar a una suerte de “servilismo intelectual” y, añadiríamos, colonialismo epistémico. Así un joven historiador en lugar de citar la fuente que era la base y nominación de su trabajo, citaba a su director, el problema es que la historia es una disciplina que en tanto escritura, rerum gestarum, utiliza desde el siglo XIX entre otras como marcas de historicidad el documento de primera mano. Una carrera contra el tiempo que llevó a dejar de lado investigaciones que insumen más tiempo, tanto de búsqueda como de reflexión, ya no “cotizan en bolsa”, ¿estas cosas son las que enseñamos?, ¿por qué lo hacemos?, ¿estamos convencidos que construimos rupturas e innovaciones?, los criterios de factibilidad ya no se basan en saber si hay documentación necesaria, válida para llevar a cabo un proyecto, sino si hay o no computadoras con servicios de internet, muy necesarios por cierto. En los congresos no hay discusiones o disenso, el conocimiento ligado a las Ciencias Humanas perdió sus matices, hay que publicar de cualquier modo. Las plataformas estandarizadas de las revistas sacan los productos listos, ya que las publicaciones y las revisiones se hacen a través de documentos en Word o PDF, y el proceso anterior de producción de un libro o revista se ve enormemente simplificado con estas.

La docencia se ve menospreciada, investigadores en Ciencias Humanas consideran que enseñar en el grado implica gasto de tiempo, depreciación de las maestrías y doctorados, que han perdido completa significación transformadas en meros requisitos, resultados publicados casi exclusivamente a través del formato de artículos, la producción final perdió la musicalidad que encerraba el libro para estas disciplinas. Los docentes universitarios están llenos de obligaciones, completar papeleo en formato estándar de un día para otro, hacer balances, gestionar carreras por “extensión de funciones” (neologismo de nuestra universidad que implica que con un cargo de mayor potenciación se desempeñan dos o tres actividades docentes o de gestión burocrática), lo que implica extensión y expansión del horario de trabajo, la flexibilidad laboral de las empresas atraviesa a la academia. La historia ha dejado de ser la ciencia del libro para sumarse al furgón de cola de artículos que pese al “impacto” se leen poco, encerrados en revistas o bases no siempre de acceso abierto. ¿Publicar o investigar? menciona con buen criterio Beltrán Jiménez Villar en la presentación del texto: la investigación está supeditada a la inmediatez, la rentabilidad y la posibilidad de ser encerrada en uno o varios artículos, por ello la reseña de libros –añadimos– una marca del oficio de la historia y a través de la que los historiadores creadores de Annales dieron a conocer su nueva “manera de hacer historia”, no contabiliza, exige tiempo y no “cotiza”, por ello en algunas universidades americanas se crearon revistas con reseñas largas que resumen un libro, así quien investiga no pierde tiempo en la ¡lectura completa! Leer/enseñar/pensar también son sinónimos de pérdida de tiempo, entonces qué posibilidades hay de interactuar con las producciones de otros. En otros casos las bases de datos reproducen textos o artículos que se citan sin leer o sólo una parte y no siempre la más adecuada cuando se conoce la producción, de hecho ya no se citan páginas.  El inglés se ha transformado en la lengua madre, como el latín o el francés en otras épocas históricas, tanto que el propio traductor y presentador traduce literalmente el gerundio del inglés como subtítulo Desafiando la cultura de la rapidez y debiera haberse traducido como infinitivo Desafiar la ... ídem en el interior del texto por cómo se usa este en español.

 Estamos afectados por una “enfermedad del tiempo”, nunca hay tiempo suficiente para hacer lo que tenemos que hacer, eso produce desasosiego, insatisfacción, problemas de salud y peor (no) mejor desempeño laboral y hace a nuestra vida más superficial. El slow no defiende hacerlo todo “con lentitud” sino “recuperar el control sobre el ritmo de nuestras acciones para poder elegir rapidez o detenimiento cuando sea más apropiado”. (p. 13-14) El libro invita a los profesores universitarios a tomarse el tiempo para deliberar, reflexionar y dialogar, insiste en la importancia del placer en la docencia y defiende la presencialidad (frente a la creciente presión de la educación a distancia) como un aspecto decisivo de la vida académica. Enseñar –como sabemos– no es un asunto de enviar información o conocimiento, enseñar y aprender están cruzados de dimensiones afectivas y emocionales y ni hablar de las ventajas de pensar en grupo. (p. 44) Rechaza la investigación estandarizada y cuantificada, reivindica la investigación como comprensión, volver a poner el acento en la investigación misma, vigorizar el ejercicio de la crítica que es propio de la ciencia y el conocimiento y propone una forma de trabajo basada en el compañerismo y la construcción de comunidad. Estos hábitos pondrían en jaque los de la universidad corporativa que apela a la competitividad, rentabilidad y ve a las mismas Humanidades como “poco rentables”, “poco productivas”, motivos por los que estas han adoptado modelos naturalistas, basados en experimentaciones repetidas realizadas por los numerosos miembros de los equipos de trabajo, poco compatibles con “uno busca la bibliografía”, etc. ya citado. La adopción de estos modelos, métodos, procedimientos y formatos de escritura experimentales/naturalistas son no sólo perjudiciales para su desarrollo, sino que conllevan su desprestigio por resultar “ornamentales” e “inútiles”, viejo y no zanjado debate acerca del para qué sirven las ciencias. Las Humanidades sirven para pensar y apuntalar el pensamiento crítico, para desmontar naturalizaciones sobre el hacer, sobre el financiamiento de la ciencia, sobre su importancia sobre ese para qué no pragmático o utilitario. El tiempo “atemporal” en tanto “evasión del tiempo” es esencial para el pensamiento profundo, la creatividad, la resolución de problemas, el pensamiento original y por qué no, el placer, batiburrillo de elementos necesarios para enseñar, aprender e investigar. Las autoras subrayan la importancia del placer ligado a la enseñanza aunque esto no se mida en ninguna tabla e insisten en la importancia de la presencialidad (dan algunos tips sobre las clases), la proximidad corporal y la transmisión de las emociones que se gestan en el aula, pues en una clase presencial ocurren muchas cosas más que intercambio de ideas o patrones observables de respuestas emocionales que generan vinculación o pertenencia, si el aprendizaje sólo fuera cognitivo los ordenadores alcanzarían. Pese a los intentos de infundirles emocionalidad a objetos tecnológicos estos no han suplantado la interacción del proceso de aprendizaje ni tampoco –por lo menos todavía– han logrado matar al libro físico. 

Un libro imprescindible para reflexionar qué hacemos cuando hacemos lo que hacemos, una propuesta de resistencia desde la recuperación de los valores políticos, pedagógicos, democráticos, humanos que rodean y rodearon a las Ciencias del Hombre. “Al tomarse tiempo para la reflexión y el diálogo, los profesores lentos recuperan la vida intelectual de la universidad” (p.25), una apuesta que interpela, moviliza y vale la pena.

 

 

 

María Luisa Múgica

Profesora titular de Teoría de la Historia y de Patrimonio, archivos y memoria- Directora Maestría en Historia Sociocultural- Universidad Nacional de Rosario;

Email: marialuisamugica@gmail.com

ORCID -https://orcid.org/0000-0002-4196-8638